Cultura

Babel ultramarina

  • En 'El sueño eterno' Chandler tomó el naturalismo bronco de Hammett para sugerir cierta idea de la justicia y una forma actual de la desesperanza.

Hay una diferencia que podemos establecer de inmediato entre la literatura de Conan Doyle o Agatha Christie y ésta de El sueño eterno que firma Chandler. Si en las primeras se trata de un artificio lógico, de un preciso mecano argumental, dirigido a sorprender al lector, en el hard-boiled de Chandler dicho misterio es una mera realidad auxiliar, que sustenta una visión de otro orden: la novedosa visión de un crimen, llamémosle impersonal, que se deriva las grandes metrópolis y de la vida suburbial y urgente del Nuevo Mundo. Contra este apresurado esquema se podría argüir que el escenario de Doyle es también la metrópoli, "la inmensa y extraña multitud de Londres", que ha visto nacer a Sherlock Holmes en su Estudio en escarlata. Aun así, cabe decir que lo que en Doyle se nos ofrece como ruido de fondo (la abrumada miseria y la trepidación mecánica del Londres victoriano), en la novela negra adquiere un indudable protagonismo. Tanto como sus femme fatale y sus detectives cínicos, en El sueño eterno hay una concepción de la ciudad que no es estrictamente escenográfica y que hemos visto ya en los cuadros de Edward Hopper: de sus calles emerge no sólo la flora intimidatoria del ganster, sino un nuevo tipo de soledad, que es también la soledad robusta y desubicada del investigador privado.

Esto significa que si, para componer su enigma, la novela de misterio necesitó de un escenario único y de un escueto dramatis personae, en el hard-boiled dicha necesidad se difumina por esta nueva ambición panorámica, donde la ciudad desborda y fagocita la individualidad humana. Para Edith Wharton, el peligro de la novela moderna era éste de convertir al "hombre promedio" en el protagonista de una ridícula epopeya. Pero Wharton -como Christie- escribe de una sociedad selecta y refinada, cuyo ámbito de acción se reduce a unas cuantas calles de Nueva York, y cuyos dramas ocurren en viejas mansiones con olor a roble. Ése es también el escenario natural de las novelas de misterio. Y no sólo por una exigencia de carácter estructural; sino porque la naturaleza de los crímenes sugieren, también, un linaje aristocrático (la astucia del profesor Moriarti no es común al resto de los mortales). En la novela negra de Hammett, luego perfeccionada por Chandler, el crimen no tiene ninguna cualidad eminente. Al contrario, su vulgaridad es tan obvia, como obvia es la criminalidad que azota a la América de la Ley Seca. Se trata, ya se ha dicho, de un crimen impersonal, violento, acaso irresoluble, pero cuyo origen no dimana de una inteligencia superior, sino del modo en que la masa se aglutina en las megalópolis de Toynbee.

En este sentido, podría argumentarse que los criminales de Chandler tienen más del hombre alienado de Marx, o de la individualidad enfermiza que postula Freud, que del hombre sacudido por el Mal (un Mal absoluto, ardiente, metafísico), que conocemos por los relatos policiales de Chesterton. Y sin embargo, el detective de Chandler, el arbitrario y honesto Philip Marlowe de El sueño eterno, no está tan lejos de aquel temblor religioso que propone Chesterton como instigador último de nuestros actos. La propia figura del investigador privado, opuesta al comisario/inspector de la literatura continental, tiene mucho del perdedor absoluto, sin remisión posible, que Max Weber señala en su Ética protestante. Se trataría, por tanto, de una suerte de condenado, que escoge sin embargo el camino del bien, una forma irónica y sombría de la honradez, al margen de la autoridad celeste. Lo cual queda de manifiesto, por otro lado, en el retrato adverso que hace de los cuáqueros en La ventana alta, y en la mezquina y avarienta concepción del mundo que Chandler les atribuye.

En su prólogo a Cosecha roja, Cernuda escribe que el talento de Hammett es el propio de quien rehuye, deliberadamente, cualquier trascendencia. Con esto, Cernuda se refería a la engañosa distinción entre literatura culta y literatura popular, y a la admirable pericia del escritor, que consideraba muy superior a Hemingway y a Faulkner. El talento de Chandler, sin embargo, que escribirá una década después, es de signo contrario. Chandler ha tomado la agitación y el vértigo de Hammett y le añade un lirismo áspero y desvergonzado. También utilizará su naturalismo, un naturalismo bronco y sumario, para sugerir cierta idea de la justicia y una forma actual de la desesperanza. En Chandler, en fin, las mujeres hermosas y los detectives cínicos acuden a la devoración sabiendo que la devoración lo es todo. Y sólo queda ese tenue parpadear de la conciencia, que el bourbon facilita. De hecho, es probable que Chandler, al componer su personaje de Marlowe, viera en ese parpadeo un último refugio del individuo. Si así fuera, se trataría de un individuo que se abrió paso a puñetazos, y cuyo narcisismo nunca estuvo a la altura de sus finanzas.

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