Américo Vespucio | Crítica

Arqueología de un error

  • Coincidiendo con el aniversario de Magallanes, se recogen aquí las espléndidas páginas que Zweig dedicó a Américo Vespucio y al error que hizo posible que América recibiera tal nombre

Stefan Zweig en Nueva York. 1941

Stefan Zweig en Nueva York. 1941

Cualquier lector cultivado conoce, no sólo la incontestable erudición de Stefan Zweig, sino el modo urgente y conmovedor con que la expuso ante nosotros. Acaso una de las páginas más significativas de la historia del XX, por lo que ellas testimonian sobre el fin de un mundo (un mundo que se sabe perseguido, al borde de una extinción abrupta, por la voracidad criminal del nacionalismo alemán); acaso, repito, una de las páginas más nobles y estremecedoras del nuestra época, sea el responso que Zweig lee ante el cadáver de su amigo de Sigmund Freud.

Si ha habido en nuestro tiempo una hora civilizada y fúnebre, transcurrió en ese momento, en el que se daba sepultura, junto con el cuerpo exánime del sabio, a la posibilidad misma de una idea de Europa. Esta misma idea ecuménica, de profundísimo aliento, es la que encontramos en estas páginas, falsamente breves y ligeras.

André Chastel recordaba una obviedad que ha pasado inadvertida para la historiografía moderna. Y es esta misma vía novísima y celérica la que dará difusión a un error, que tuvo como resultado el nombre, ya inamovible, de un continente. Sin duda, Vespucio no fue el comerciante astuto que otros han señalado para injuriar su memoria. Y tampoco Cristóforo Colón era el genovés avariento de la leyenda. Pero fue la perspicacia de Vespucio, al concebir como Nuevo Mundo lo que para Colón era, sencillamente, la cara occidental de las Indias, la razón última que convertirá su intuición en una realidad maciza.

Zweig, divulgador al cabo, atiende demasiado a la inexactitud estadística del padre Las Casas. Aún así, es la comprensión de aquella hora, y no el prejuicio moderno, quien mueve su pluma. Porque Zweig pertenece a una rara estirpe, de superior nobleza: Zweig pertenece a quienes, como Montaigne, como Rabelais y Cervantes, amaron al hombre y aceptaron sus culpas y desfallecimientos.

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