AQUILINO DUQUE | IN MEMORIAM

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  • Poseía hondas certezas que siempre sostuvo y defendió en sus novelas y ensayos, y algo menos en sus versos

El escritor Aquilino Duque abriendo las puertas de Viñamarina.

El escritor Aquilino Duque abriendo las puertas de Viñamarina. / José Angel García

Aquilino Duque Gimeno, Ad Dei Gloriam, A.D.G., parece que en el acróstico (que no lo es) llevaba el poeta su destino. Entre la gran cantidad de calificativos que lo definen, antes, y mucho más ahora en sus obituarios, son reiterativos, en pro y en contra, los de heterodoxo, maldito, reaccionario, franquista, provocador, inconformista, polemista y excéntrico, también los de gentleman, maestro, poeta maravilloso y "español de una pieza". Rafael Alberti, ecuánime y sin arriesgar, dijo de Aquilino Duque que era "una mezcla de luz y de sombra". Como cualquiera.

El poeta Aquilino Duque ya ha cruzado ese umbral detrás del que nos encontraremos o con la misericordia o con la nada. Aquilino poseía hondas certezas que siempre sostuvo y defendió en sus novelas y ensayos. Algo menos en sus versos. La vehemencia fue no solamente su carácter, sino su estilo.

La posteridad dirá su última palabra, pero, de los cincuenta y tantos títulos que dio a la estampa, serán la poesía, las memorias y algo de sus ensayos, las que nos lo conservarán vivo e influyente. En los noventa años de vida de Aquilino Duque han pasado muchas cosas en España y en el mundo, y su pluma ha sacado mucho partido de ello. La obra es inabarcable, y lo vivido mucho más.

A las pocas horas de su fallecimiento, no creo que toque adelantar lo que la crítica haya de decir y de juzgar, con más sosiego, en el futuro. La muerte de Aquilino Duque no nos lleva, ahora, a releer sus páginas, sino a recordarlo en esos muchos momentos que tuvimos la suerte de compartir.

El conocimiento directo que llegué a trabar con el maestro Aquilino data de hace, al menos, treinta años, cuando los míos apenas alcanzaban los veinte e iniciaba justas periodísticas en El Correo de Andalucía, a la sombra apacible de Francis Romacho y Carmen Carballo, primero, y de Antonio Avendaño, más tarde. El periódico era entonces socialista, aunque sin entusiasmos ni tremolar de banderas, y temía la reacción y el trato que Aquilino pudiera dispensarme en sus salones de Viñamarina, su finca, todavía rodeada de infinitos olivos y de unos pocos mandarinos que el propio escritor cuidaba.

La cita inicial era de tanteo, luego vinieron otras, decenas, pero con Aquilino uno se la jugaba en la primera. Al principio descubrí a un hombre acostumbrado a ser malinterpretado o, peor aún, tergiversado en prensa. Resignado, casi, a que todo cuanto dijera se resumiese, al día siguiente, en el chafarrinón de un titular. Su conmovedora modestia no ocultaba, en aquel primer encuentro, una reticencia y unas prevenciones hacia el novato que yo temía no fuesen a dar paso -al final de la charla- a una reacción explosiva.

En la conversación salieron a relucir datos e informaciones muy reveladoras de conocidos suyos muy afectos, como Rafael Alberti o las hermanas María y Araceli Zambrano, en un momento, además, en que alguien había propalado la especie de que la discípula de Ortega, fallecida entonces recientemente, hubo de mudarse en Roma por la denuncia de un antiguo camisa negra. La verdad de todo ello, confesaba Aquilino Duque divertido, era que las hermanas Zambrano daban refugio en su piso a cuantos gatos se les colaban por las ventanas, y el hedor era inaguantable para los vecinos. De ahí la protesta y el éxodo posterior.

Tras aquella primera entrevista (¿Viñamarina, 1991?), Aquilino Duque dejó de ser ese comehígados del que todo el mundo hablaba, y más aún cuando, tras la publicación de la misma, se recibió en la redacción del diario un paquete a mi nombre con tres novelas suyas dedicadas y una botella de mosto joven, con esa misma luz transparente del Aljarafe que, espero, haya alcanzado a ver sus ojos de despedida.

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