Doctor Strange en el multiverso de la locura | Crítica

El regreso de Sam Raimi, un clásico popular

Benedict Cumberbatch, en la película.

Benedict Cumberbatch, en la película. / D. S.

Lo encantador y relajante de lo ligero e intrascendente es, precisamente, su capacidad para entretener y divertir con ligereza e intrascendencia. Lo interesante y apasionante de lo complejo y profundo es, precisamente, su capacidad para hacer reflexionar sobre la vida con complejidad y profundidad. Los problemas surgen cuando las dos cosas se funden o, aún peor, se confunden. Por ejemplo, cuando los tebeos de superhéroes y supervillanos -que, se supone, están hechos para entretener y divertir con ligereza- se cargan de pretensiones complejas y profundas. ¿Cuándo empezó esto? ¿Con El Cuervo de Proyas en 1994? ¿Con el Hulk de Lee en 2003? ¿Con la trilogía de Batman de Nolan iniciada en 2005? ¿Con V de Vendetta de McTeige en 2006? No es fácil saberlo. El caso es que las películas inspiradas en tebeos se han convertido en no pocos casos en cosas de lo más serio que son seriamente tratadas por super expertos tanto en los universos de los tebeos originales como en los de las películas, ambos de una complejidad digna del panteón hindú a causa del entrecruzarse de personajes surgidos en unas u otras historietas.

Uno de ellos es el Doctor Strange, personaje de la factoría Marvel creado en 1963 y posteriormente llevado a la televisión y al cine, tanto de animación como de imagen real, como protagonista de su propia serie o secundario en las de otros, así como a videojuegos. Protagonizó su propio largometraje de la era Marvel en 2016, dirigida por Scott Derrickson, un director más dado a lo demoníaco (El exorcismo de Emily Rose, Sinister, Líbranos del mal) que al universo Marvel. Sin embargo al guión, a la producción y quizás también a él había que agradecerle el tono barroco, juguetón y bastante loco de una historia que difícilmente se hubiera podido revestir de gravedad (aunque se pespunteara de supuestas filosofías presuntamente orientales). El mayor acierto de esta segunda entrega ha sido insistir en esta línea confiándosela a Sam Raimi, haciéndole volver al cine tras casi una década de alejamiento, que la ha empujado hasta el disparate absoluto, la fantasía desquiciada y el terror ochentero. 

Sam Raimi la dirige con la convicción propia de quien está en esto desde el mismísimo inicio tanto del éxito del cine-tebeo como del cine de terror moderno: debió su primera fama a la trilogía de Evil Dead allá por entre 1981 y 1992, y a Darkman allá por 1990, y su segunda fama a la trilogía de Spiderman rodada entre 2002 y 2007. Estuvo, por así decir, en los inicios más simpáticos y artesanales de la ola fantástico-terrorífica en los 80 y en los de las carísimas máquinas digitales del siglo XXI. Hay una sobrecarga argumental y una elefantiasis de personajes, citas y alusiones propia del universo Marvel que cada vez parece tomarse más en serio a sí mismo. Pero Raimi lo neutraliza en parte, aprovechando lo que la estrambótica galería de personajes y situaciones (el argumento sin pies ni cabeza le interesa muchísimo menos) para llevarse la película a su terreno, que es el de la fantasía terrorífica. Su última película importante –Arrástrame al infierno (2009)- trataba de la maldición de una bruja y aquí se encuentra con hechiceros, brujos y brujas más poderosos que la vengativa anciana de aquella película. Quizás la lucha más intensa de entre las que se dan en la película sea la mantenida entre el guión disparatado (lo del multiverso es como un pase que disculpa cualquier atisbo de explicación), la producción Marvel empeñada en trufarla de mensajes políticamente correctos y Raimi queriendo, en la medida de lo posible, hacerla suya. Lo logra a medias y la película gana con ello.           

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