A la vuelta de la esquina | Crítica

La clase obrera va al hipermercado

Franz Rogowski y Sandra Hüller en una imagen de 'A la vuelta de la esquina'.

Franz Rogowski y Sandra Hüller en una imagen de 'A la vuelta de la esquina'.

Un hipermercado es el evidente y casi único escenario metafórico de este filme de Thomas Stuber (Herbert) que se abre en sucesivas capas de sentido para hablar de la deriva alienante de la contemporaneidad, del hombre sin raíces, los amores soñados y las heridas aún abiertas de una Alemania (mal) reunificada.

Como sus compatriotas de la Escuela de Berlín, con un leve aroma kaurismäkiano pasado por cierta frialdad austriaca, A la vuelta de la esquina perfila el distante retrato de Christian, interpretado por Franz Rogowski, actor de poderosa y enigmática presencia a quien hemos visto en Happy end, de Haneke, o Transit, de Petzold, un empleado novato que llega al hipermercado-escenario con un pasado a cuestas fraguado en sus tatuajes y una mirada silenciosa.

Allí, entre palés, pilas de alimentos y carretillas transportadoras, nuestro desclasado antihéroe se narra a sí mismo como verso suelto en un mundo extraño, como cuerpo marcado y deseante en un espacio de despersonalización y rutinas mecánicas acompasadas al ritmo de los viejos valses de año nuevo o de las canciones del Sur de los esclavos negros.

Stuber materializa sus evidentes metáforas (la pecera saturada) desde la contención y la elocuencia muda del encuadre, desde la relación de las figuras con un catálogo de no-lugares, en los trayectos hacia ningún sitio que van trazando poco a poco un mapa de la desolación en tiempos del capitalismo. Y en medio de ese entramado, tal vez demasiado ancho, un atisbo de luz con mágico sonido de olas: la aparición del personaje femenino de Sandra Hüller (Toni Erdman) nos recuerda acaso que, en el discurso de la desesperanza, aún es posible agarrarse a la inocencia.