En los barrios más duros y marginales de Monterrey, en el Norte de México, cerca de la frontera con Estados Unidos, un grupo de jóvenes llevan la cumbia y la música popular colombiana como anacrónica seña de identidad, casi como un modo de vida unido a un peculiar sincretismo estilístico en su aspecto, su manera de hablar y de vestir.
Son los kolombias, jóvenes desarraigados que coquetean con la delincuencia pero que han encontrado en la música y el baile su manera de expresarse y estar en el mundo, su particular burbuja de aislamiento en una zona hostil. Y en su epicentro, nuestro protagonista Ulises (Juan Daniel García), media cabeza rapada, patillas engominadas, cresta color naranja, un adolescente de 17 años de verbo espeso y carácter ensimismado que acaba en medio de una guerra de bandas y se ve obligado a huir para salvar el pellejo. Su destino (elipsis mediante) será el neoyorquino barrio de Queens, espacio de aluvión multicultural en el que intenta sobrevivir con la nostalgia y la melancolía a cuestas, tema que se va apoderando poco a poco de una película con una inopinada veta lírica que atraviesa sus imágenes de desolación urbana y vagabundeo, sus encuentros que no terminan de ser redentores, su periplo por las calles duras y sus sueños de vallenato.
Ya no estoy aquí conjuga con inusitado interés el retrato verídico, casi documental, de una subcultura urbana desconocida y legitima ficcionalmente a sus auténticos protagonistas, jóvenes que se agarran a los ritmos colombianos como una fuente de expresión personal que tal vez los salve del pozo de la delincuencia. Fernando Frías observa y delimita este universo con prudencial distancia estética, mueve los hilos del relato en varios tiempos entre Monterrey y Queens, y desliza poco a poco ese gran marco que tiene que ver con la fatídica frontera como muro para los sueños truncados y el regreso imposible al hogar perdido. Una película estimable que dignifica sin duda el catálogo de world cinema de Netflix, a donde ha llegado este fin de semana.