Monos | Crítica

La adolescencia salvaje

Penúltima sensación festivalera salida de Colombia aunque con numerosos padrinos internacionales, Monos se mueve entre ecos de El señor de las moscas y La selva esmeralda para dibujar el retrato físico, punk y embarrado de un comando adolescente de la guerrilla sometido a la disciplina, la espera y el caos autodestructivo entre una montaña de arquitecturas ruinosas y resonancias arcanas y la densidad de la selva amazónica.

Alejandro Landes (Porfirio) le otorga pleno protagonismo a los espacios, los cuerpos, los elementos y las atmósferas en detrimento de lo narrativo, reducido a las rutinas episódicas de la supervivencia, el absurdo paramilitar y el secuestro de una mujer norteamericana como piezas que sostienen el combate contra esa condición animal que va conquistando a Rambo, Patagrande, Pitufo, Lobo, Leidi, Sueca, Bum Bum o Perro, así se hacen llamar estos monos, en sus juegos adultos marcados por la violencia, el miedo, el alcohol, la tensión o la ambigüedad sexual y el contacto con la tierra.

Monos funciona mejor en su barroca apuesta visual y sonora, puntuada por la contaminante y sintética música de Mica Levi (Under the skin), que en su sendero narrativo, tendente a la circularidad cuando no a la repetición o el estancamiento, un sendero de abstracción que se quiere metáfora sobre la pérdida de la inocencia o el sinsentido, el germen y la espiral de la violencia en Latinoamérica sin alcanzar la densidad suficiente más allá de su bello espectáculo de la destrucción.