La maldición del guapo | Crítica

Verano maldito

Juan Grandinetti y Gonzalo de Castro en 'La maldición del guapo'.

Juan Grandinetti y Gonzalo de Castro en 'La maldición del guapo'.

Me cuentan los gerentes del multicines que andan desolados con la rentré de la nueva normalidad, con apenas una media diaria de 200 entradas vendidas para 20 salas, y casi todas a costa del ciclo de repesca de clásicos del Hollywood los 80 como E.T., Gremlins, Los Goonies o Regreso al futuro.

Entre las razones obvias de la deserción hablan del lógico miedo de los espectadores o del reparo ante la incomodidad de las nuevas medidas de seguridad e higiene, pero también, sobre todo, de la flagrante ausencia de estrenos atractivos para tirar del carro. Es sin duda el caso de esta hispano-argentina La maldición del guapo con lo peor de cada casa, una cinta que no llama precisamente a las colas con su reparto o su premisa avejentada, y que defrauda aún más si cabe en su cansino, cargante y verborreico concepto de la comedia de estafadores de guante blanco, seductores maduros y relaciones paterno-filiales servido por un Gonzalo de Castro onmipresente y pasado de rosca y un Juan Grandinetti que le mete muy poquita chicha a su personaje de hijo guapo (¿?) en apuros y en constante batalla edípica con su progenitor.

Lastrada, decíamos, por su exceso de palabrería, la ausencia de química entre sus dos protagonistas y unos supuestos buenos diálogos y réplicas ingeniosas que más bien nos provocan el efecto contrario, a la cinta que dirige Beda Docampo se le funden pronto también todos los plomos necesarios para que funcione el mecanismo esencial de toda comedia de estafas de ida y vuelta, a saber, ese ritmo y esa agilidad que hagan pasar la caricatura y el tono por algo liviano, bien engrasado y fluido. Nada de eso acontece en esta castaña rodada en decorados de diseño y chalets de lujo como si tal cosa fuera suficiente para contar con la etiqueta de elegante.