Las mil y una | Crítica

La identidad y el barrio

Ana Carolina García y Sofía Cabrera en una imagen del filme Clarisa Navas.

Ana Carolina García y Sofía Cabrera en una imagen del filme Clarisa Navas.

Tras su paso por la Berlinale y varios festivales internacionales, el segundo largo de la argentina Clarisa Navas (Hoy partido a las tres) llega inopinadamente a la cartelera española para iluminar un rincón oculto y desconocido de las nuevas dinámicas juveniles y la topografía del barrio obrero por las que estas se mueven y desenvuelven.

Las mil y una hace así una doble radiografía de una generación perdida y un espacio duro, marginal y laberíntico que sirve de escenario (real) para un trayecto de autodescubrimiento desprovisto de dramaturgia, giros y grandes acontecimientos, donde la materia documental e improvisada no conviven tanto con la ficción como forman parte indisociable de ella. Estamos ante un puñado de jóvenes que van y vienen con la cámara pegada a sus desplazamientos, que aparecen, desaparecen o se esconden en las escaleras y las azoteas para poder expresar allí sus primeros impulsos identitarios o sexuales, jóvenes que gestionan su día entre lecturas, juegos, afectos y pantallas, entre teclados y canchas de baloncesto, protagonistas involuntarios de un no-tiempo que se acumula entre arquitecturas de hormigón desapacible y descampados encharcados.

En su epicentro, la tímida Iris (Sofía Cabrera) se busca en el reflejo de Renata (Ana Carolina Cabrera), la chica mala, la chica libre, una chica construida por los relatos y las habladurías. Las mil y una se abre así a recorridos sin rumbo cierto por ese espacio acotado y su ritmo cotidiano, construye poco a poco sus vectores de deseo, sus rutinas sin acontecimiento, sus amenazas, travesuras y secretos. Un filme estimable, cincelado en bloques de tiempo y verdad actoral, que bien merece una oportunidad en estos tiempos de uniforme, distancia y disciplina.