Drive my car | Crítica

Murakami al volante

Hidetoshi Nishijima y Tôko Miura en una imagen del filme de Hamaguchi.

Hidetoshi Nishijima y Tôko Miura en una imagen del filme de Hamaguchi.

Deben ser muy pocas las listas y candidaturas a premio de este año donde no aparece Drive my car de Ryüsuke Hamaguchi, indudable filme internacional de consenso desde su paso por Cannes y segundo largo del cineasta japonés de moda estrenado en España en apenas seis meses. Y es curioso, porque el otro, La ruleta de la fortuna y la fantasía, premiado en Berlín, nos parece más rico, misterioso e interesante en su triple variación sobre los encuentros, el azar, el amor o la suplantación.

Sorprende pues el mecanismo que ha hecho que Drive my car cuente con el beneplácito generalizado mientras que La ruleta… ha quedado en segundo plano. Aunque no tanto. Lo que se pone una vez más de manifiesto son esas inercias y lugares comunes que presiden hoy (pasó algo parecido el año pasado con Nomadland) los designios de una crítica y una cinefilia demasiado gregarias y necesitadas de filmes-emblema sancionados por la luz verde de ciertos semáforos oficiales.

¿Quiere decir esto que Drive my car no es una buena película? En absoluto, pero tampoco, a mi juicio, la gran e indiscutible obra maestra que se pregona. Hamaguchi adapta aquí un relato (Unos hombres, sin mujeres) del popular (y blandito) Murakami para sondear la complejidad del comportamiento humano, el vacío del duelo, la culpabilidad, las segundas oportunidades o los reflejos entre vida y arte, un camino de encuentro (redentor) entre almas refugiadas en el trabajo como vía de escape del pasado o para protegerse del dolor por la pérdida.

Hamaguchi adopta el leit motiv del coche (un coche rojo con personalidad vintage), su aislamiento del mundo, el desplazamiento y la carretera como obvia metáfora de la inestabilidad emocional, el destino y el desarraigo de dos personajes centrales, el del actor y dramaturgo que ha perdido a su esposa (infiel) y el de la conductora taciturna que el teatro de Hiroshima (más metáforas) ha puesto a su disposición durante el montaje de una nueva producción multilingüe de Tío Vania, de Chejov, un texto, oh sorpresa, cuyas páginas, temas y diálogos resuenan como eco universal y perenne de la historia y sus personajes principales, dos almas destinadas al reconocimiento y el espejeo de soledades y circunstancias en un mundo marcado por las apariencias, la mentira, la disciplina del trabajo y el cumplimiento de un rol social delimitado.

Así, desvelando sus relatos internos y personajes satélite en suaves digresiones (el encuentro con la pareja del gerente y la actriz coreana sordomuda que acabará protagonizando la mejor escena del filme), acompasando los trayectos con el recitado y la música de jazz, insertando la tragedia y la expiación en su epicentro y guiada siempre por la palabra reveladora, Drive my car fluye innegablemente sin que apenas pese su extenso metraje, principal mérito de un filme que, por otro lado, tampoco ofrece a cambio ningún gesto especialmente brillante ni sutil en términos de puesta en escena como para haberse encumbrado a la cima de ese gran cine humanista de larga tradición nipona (hablar aquí de Ozu nos parece excesivo) que, como todo apunta, va a proporcionar indirectamente un Oscar a Murakami antes de que le llegue el tan anunciado Nobel de Literatura.