Lazzaro feliz | Crítica

Y el cine volvió a creer en el hombre

Qué enorme alegría encontrar una película tan luminosa, cálida y honda como Lazzaro feliz entre el estercolero habitual de cinismo, distancia, crueldad y pesimismo del cine europeo de prestigio, no digamos ya entre la mediocridad de diseño de un cine italiano que apenas consigue emular sus mejores tiempos desde la copia ampulosa o la parodia.

Qué alegría redescubrir con energías y formas renovadas algunas de las esencias humanistas, sociales y políticas del mejor cine italiano de posguerra, a Rossellini, De Sica, Fellini, Pasolini, Olmi o los Taviani en y bajo la superficie de esta fábula de resonancias bíblicas que apela a la magia y a la parábola como estructura desdoblada y limpia para denunciar la deriva alienante del capitalismo, el cíclico abismo de clase y abrazar a los desfavorecidos en su dignidad desnuda sin lanzar panfletos ni proclamas.

En su primera mitad, Lazzaro feliz se asienta en el aislado territorio rural de la Inviolata donde reina una extraña armonía vital a pesar de la explotación y el engaño, un territorio auténtico, luminoso y veraniego filmado con un hermoso naturalismo de grano analógico y atravesado por la mirada pura de Lazzaro (Adriano Tardiolo, portentoso), una suerte de ángel transparente por el que pasan, beatificándose, todos los personajes que le rodean, hombres, mujeres y niños de gesto verdadero y acento insustituible. Su cuerpo ingrávido, su constante caminar, su entrega y su generosidad incondicionales operan como testigos y motores de un mundo en vías de extinción en el que, paradójicamente, la ignorancia también puede ser una (extraña) forma de libertad.

Con la irrupción del exterior y el tiempo tras la gran falla fantástica del relato se revela al fin la farsa, que se cobra en un presente urbano periférico e industrial su particular factura de marginación, picaresca y supervivencia. Pero incluso en el nuevo paisaje desolado persiste la bonhomía de nuestro Lazzaro de mirada pura, un auténtico milagro en vida, un recuerdo del Edén a pesar de las traiciones de los viejos amigos de escapada, los rechazos y los desengaños.

Hay quienes han reprochado a la película de Alice Rohrwacher su final dramático y abrupto, su explícito mensaje político voceado en el hall de un banco cualquiera. Sin embargo, sobre ese posible desfallecimiento o esa concesión al desenlace, Lazzaro feliz se aferra como un lobo salvaje a su andar de fábula mágica, a su condición de filme-puente entre los sueños perdidos y la utopía de un mundo más habitable, hecho de nuevo a la escala del hombre. Y eso, después de tanto tiempo, resulta emocionante.