Obituario Agnès Varda

Agnès Varda se despide del mar

  • Fallece a los 90 años la gran cineasta Agnès Varda, pionera involuntaria de la 'nouvelle vague', maestra artesanal del ‘cine-ensayo’, feminista comprometida con su tiempo y con una manera de mirarlo, abuela legendaria del cine del futuro

La noticia de muerte de Agnès Varda (Bruselas, 30 de mayo, 1928 - París, 29 de marzo, 2019), fallecida esta pasada noche a los 90 años en París, nos pilla de sorpresa, justo unas horas después de ver su última película, convertida en una suerte de testamento incluso antes de esta triste noticia.

En Varda par Agnès (2019), que puede verse en Arte France, la cineasta echa la vista atrás a su vida para enfrentarse por última vez a su público y narrar en primera persona, como tantas veces en su cine, una trayectoria que hoy celebramos, entre otros muchos motivos, como pionera de la nouvelle vague con aquella La pointe courte (1954) que, sin escuela ni entrenamiento previos, irrumpía en el cine francés mucho antes de que se acuñara la etiqueta que iba a alumbrar a Godard, Truffaut, Rohmer, Rivette, Chabrol, Rozier, Resnais o Demy, su futuro cómplice y esposo, protagonistas de la que iba a ser la aventura más fascinante e influyente del cine moderno.

Varda se ha ido apenas unas semanas después de Michel Legrand, también amigo y compañero musical de viaje, o de Jonas Mekas, otro cineasta con quien compartió esa constante liberación y suelta de amarras hacia un cine libre, pegado a su tiempo, juguetón, personal y lírico que ha alumbrado las mejores páginas de una historia del cine que siempre orilló a los francotiradores que se movieron fuera de los límites de la ficción o de los dictados de la industria.

Más huérfanos por tanto de un verdadero cine libre y personal, despedimos a Varda como abanderada, por edad, por coherencia y por resistencia, de una manera de entender la creación sin fronteras, peajes ni temores, desde el gesto fotográfico que practicó desde su juventud (y del que han dado cuenta títulos como Du coté de la côte, Ulysse o Ydessa, les ours et etc.) a los viajes que, en las últimas dos décadas, con su pequeña cámara digital siempre a mano, la llevaron a recorrer y espigar objetos, gatos, patatas con forma de corazón y encuentros memorables con las gentes anónimas en una Francia tan opulenta como desequilibrada, o a volar por medio mundo, de festival en festival (el SEFF le rindió homenaje en 2012), homenaje tras homenaje, para hacer de cada desplazamiento una nueva oportunidad para contar historias y ensamblarlas bajo su mirada de prodigiosa montadora musical de rimas, enlaces, ritornelos y metáforas.

Varda se ha ido apenas unas semanas después de Jonas Mekas, otro cineasta con quien compartió esa constante liberación y suelta de amarras hacia un cine libre, pegado a su tiempo, juguetón, personal y lírico

Feminista convencida, lúcida y siempre en el tono de voz justo, Varda recolectó también respuestas de mujeres reales (1975) cuando apenas nadie se ocupaba de hacerlo. Comprometida políticamente sin más pancarta y megáfono que sus ojos y sus manos, viajó para retratar a los cubanos aún felices tras la revolución (Salut les cubains, 1963) o a los airados Panteras Negras (1968) para celebrar junto a ellos sus reivindicaciones y conquistas. Observadora incansable de los azarosos puentes entre la vida, el arte y el cine, retrató a sus convecinos parisinos (L’Opera Mouffe, 1958; Daguerréotypes, 1975) con el mismo afecto y ojo atento que miraba los murales callejeros de los barrios latinos de Los Ángeles (Murs murs, 1980; Documenteur, 1981), el rostro y el cuerpo de Jane Birkin convertidos en personajes imaginarios (Jean B. par Agnès V., 1987) o las playas y mareas de la Bretaña (Les plages d’Agnès, 2008) que un día recorriera con Jacques Demy, de quien se despidió recordando su infancia y mirándolo muy de cerca en la emocionante Jacquot de Nantes (1990) y en los documentales Les demoiselles ont eu 25 ans (1992) o L’universe Jacques Demy (1993).   

Hasta la frontera del nuevo siglo, Varda alternó ficción, ensayo y documental, formatos largos, medianos y cortos, sin rebajar un ápice el cuidado, la singularidad y el método concreto para cada proyecto, siempre entre lo lúcido y lo lúdico. Cléo de 5 a 7 (1961), La felicidad (1964), Les créatures (1965), Una canta, la otra no (1977) o la inolvidable y seca Sin techo ni ley (1985), en la que acompaña a una Sandrine Bonnaire solitaria y opaca por carreteras secundarias en portentosos travellings, son recordadas hoy bajo un prisma moderno que abrió el camino para tantas otras cineastas más jóvenes que ella: relatos sobre el tiempo protagonizados por mujeres libres, independientes y emancipadas que reivindican sus gestos, su voz y su color, a veces intenso y luminoso, otras en tonalidades más grises y desesperadas.  

Desde Los espigadores y la espigadora (2000), la escritura en fuga y en primera persona, filmar con una mano lo que hace la otra, inaugura también un sendero infinito para tantos jóvenes cineastas de este nuevo siglo que han aprendido de ella que el espigueo, la autobiografía, el autorretrato, la digresión, el diario y el compromiso con el presente pueden caminar juntos sin renunciar al fulgor de lo efímero.

Varda ha vivido intensamente hasta el último minuto, hasta su último aliento, viajando, inaugurando nuevas exposiciones o instalaciones multimedia (Venecia, MOMA, Fondation Cartier), restaurando meticulosamente su legado y el de su marido desde Ciné Tamaris, rodando nuevas películas para nuevos públicos (Rostros y lugares, 2017) y recogiendo premios (Oscar honorífico en 2017). Con ella, como con Mekas, desaparece un mito viviente del potencial del cine como espacio insobornable para la inspiración, la creatividad, la belleza y la utopía del encuentro con el otro. Ya sólo queda en activo su viejo amigo Godard, de quien no pudo despedirse en condiciones.     

Agnès Varda en 7 minutos

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