Cultura

Alcances '16: La familia, bien, gracias

  • La edición 48 de Alcances tendrá lugar en Cádiz del 10 al 17 de este mes. Cineastas cada vez más consagrados regresan al festival que les ayudó a crecer.

Al margen de ofrecer una cata a las tendencias del documental entre nuestros cineastas (jóvenes o ya no tanto), Alcances, muestra familiar, reúne una vez al año a su prole, un conjunto de miradas a las que da gusto ver crecer, se compartan o no sus puntos de vista u opciones estilísticas. Responde esto sin duda a los deberes de un festival, el hecho de decantarse por unos y no por otros, también el de depositar la fe en alguien y apostar incluso en momentos de flaqueza. En esta nueva edición repiten muchos, como Guillermo G. Peydró, Ricardo Íscar, María Cañas, Andrés Duque, Eloy Domínguez, Manu Trillo o el Colectivo Left Hand Rotation, que parecen sentirse muy cómodos en esta veterana atalaya gaditana donde se resiste como se puede desde hace cuarenta y ocho ediciones.

Y si, como en toda familia, hay ovejas negras, errancias inexplicables y reincidencias en el error, no nos corresponde a nosotros airear los trapos sucios en público, más si, como en esta ocasión, hay mucho bueno en lo que fijarse, sin olvidar que lo hacemos al sesgo, desde nuestros queridos prejuicios, y sólo a modo de guía orientativa. Así, entre los largometrajes a concurso, nos gusta especialmente El ojo imperativo, de María Ruido, y Oleg y las raras artes, de Andrés Duque. El primero muestra orgulloso sus costuras ideológicas (Fanon, Césaire), desde las que una voz de mujer -esa que vieron llegar, fascinados y un poco temerosos, Godard, Marker o Farocki- arma una queja seca y lírica contra el colonialismo español en Marruecos, cambiando el signo de los documentos de archivo mediante operaciones de extrañamiento que parecen inspiradas en los Gianikian.

Por su parte, Andrés Duque regresa a Alcances con el retrato del ambiguo y magnético compositor ruso Oleg Nikolaevich Karavaichuk. Oleg y las raras artes, en cierta medida un anti-Arca Rusa de Sokurov, no se conforma con registrar las patológicas antítesis que parecen configurar la personalidad de este superviviente que alegoriza la eterna cohabitación de los tiempos históricos, sino que acierta al ponerlo en escena. Su extravagante fragilidad gogoliana, su perversidad proustiana, saltan hechas pedazos cuando el anciano golpea enérgico las teclas del piano arqueológico. Otros dos largometrajes, más convencionales en su forma, merecen atención dentro de esta selección principal: Os días afogados, crónica de las radicales consecuencias, en dos aldeas gallegas, de la construcción del embalse de Lindoso, en Portugal, que contiene impagables vídeos domésticos de los afectados, que manejan esa ira justificada que tan bien rima con una cámara despreocupada de composiciones y un micrófono sin miedo al ruido informativo; y Tarajal: desmontando la impunidad en la frontera sur, donde los autores de Ciutat morta reactivan un parecido dispositivo de investigación para, en esta ocasión, hacer acopio de las contradicciones, negligencias y vulneraciones de la legalidad que sobrevolaron la respuesta de los cuerpos policiales a una entrada de inmigrantes a través de esa frontera durante 2014. En este caso, la razón y los argumentos no trascienden del todo, sin embargo, lo repetitivo y enfático de las maneras del periodismo televisivo.

El mediometraje, medida perfecta para las ideas-relámpago y donde el ímpetu del cineasta joven o novel suele brillar más, acoge al menos tres propuestas a tener en cuenta. En La ciudad del trabajo, Guillermo G. Peydró rebaja la densidad cinéfila de anteriores películas -o quizás simplemente cambie a Epstein, Godard, Marker y Resnais por Emigholz o Andersen- para filmar con mayor libertad y serenidad, perforando poco a poco, la historia de la Universidad Laboral de Gijón, monumento clave de la autarquía franquista donde arquitectura e ideología celebraron bodas paradójicas y contradictorias que siguen reclamándonos como sólo la piedra puede conseguir. En La plaza, Lola Calvo planta su maquinaria en la Plaza Real de Barcelona, sobre todo para convocar fantasmas. Allí vivió y vive, por ejemplo, el dibujante Nazario, eje alrededor del cual gira esta película elíptica y oblicua en la que el off pesa más que el in, un ejercicio de cartografía sentimental antes que un relato de los tiempos idos, pues conceptos como "hogar", "encuentro" o "comunidad" reaparecen con su potencial de diferencia.

Finalmente, en La última feria Ricardo Íscar ejecuta un medido ejercicio de distancia irónica y reveladora. En poco más de treinta minutos, el cine desembarca en medio de una feria funeraria que congrega en Orense a empresarios portugueses y españoles de ese sector que nunca pierde clientes. Pasado el pasmo tragicómico, el dar a ver y a escuchar este particular universo (este particular juego de lenguaje), queda tiempo para multiplicar los ángulos y buscarle las cosquillas a este no-lugar del negocio de las postrimerías. Íscar se acerca hasta vislumbrar la frontera donde nace la ficción, justo allí donde se eclipsa la persona y emerge el personaje.

Para cerrar esta crónica precipitada y seguro injusta con algunas de las propuestas que no nos han cautivado, queda hablar de los cortometrajes. En este Alcances 2016 abunda el corto de excesivas pretensiones y, especialmente, aquel que piensa el pasado, el de España o el de Europa, como vestigio inmóvil, como resto que sigue irradiando, olvidando, en la fascinación por la memoria histórica, que a veces la clave descansa menos en los monstruos que han sido que en cómo éstos se han transformado, es decir, en cómo las fronteras de los males se travisten y se desplazan haciendo gala de su complejidad. Salvando estos peligros, que no son otros que los de la autocomplacencia, nos resulta ejemplar el juego que Antonio Antón establece en Ojalá, el efecto de viajar en el tiempo, del último de los discursos navideños del Rey Don Juan Carlos al primero de ellos, haciendo a la vez historia, política y sociología, emparentando (es decir: montando) dos momentos de inestabilidad monárquica de muy distinto signo a través del espesor de los años, fulgurante demostración de los profundos y sencillos poderes de la imagen filmada. Orbitando alrededor de otro tipo de memoria, con mimbres de proto-ficción, Xacio Baño (Eco) y Santiago D. Risco (Vai chover) son los responsables de dos elegantes tajos melancólicos y, digamos, paralelos, ya que ambos se presentan habitados por la ausencia de un difunto que vivió una segunda vida literaria, medio secreta y al abrigo de la ordinaria.

En la cara B de este espectro, en el lugar más bruto y descarnado, despuntan otras dos películas de corta duración. Por un lado, La mano que trina, que tiene a la amiga María Cañas de nuevo al rescate y reciclaje de desechos, en este caso las imágenes-detritus de Internet -en la baja calidad, como viera Hito Steyerl, también late una fuerza de resistencia- que configuran nuestro día a día de enganche tecnológico, consumismo estupefaciente y paranoia. Por otro, Ojo salvaje, donde Paco Nicolás, su director, sabe desvanecerse casi completamente en favor de la inocencia indómita de un puro cineasta, Rate, amateur de Orihuela que pasa de no saber quitarle el tapón al objetivo de la cámara a filmar la agonía de su hermana, enferma de un terrible cáncer terminal. Rate no tiene tiempo de acompañar a la moribunda para justificar la filmación del trance mortal, como hacía el Allan King de Dying at Grace o el Wiseman de Near Death, pero sin saberlo pone su altar a la ingenuidad como uno de los pocos bálsamos posibles contra la pornografía.

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