50 años de la declaración del parque nacional

  • Hace 50 años en la marisma imperaba una forma de vida sustentada por las mujeres: esposas e hijas de guardas y pastores que legaron trabajo y sabiduría a los científicos

  • Ésta es la historia de cielo y agua de cinco de ellas

Doñana, femenino singular

Las mujeres de Doñana / Antonio Pizarro

Escrito por

· María José Guzmán

Redactora jefe

Antonia Otero no dudó en su respuesta cuando un joven de veinte y pocos años llamado José Antonio Valverde se instaló en el Palacio de Doñana. El que hoy se considera el padre del parque nacional le pidió un recipiente para lavar una víbora que su marido, el guarda, había matado y ésta le dijo que para eso estaban los bebederos de las gallinas. Hoy está a punto de cumplir el siglo y vive en El Rocío. Es una de las guardianas de secretos sobre el coto y las marismas que nunca se han escrito y que recuerda bien su hija, Antonia Chico. Antoñita, como la siguen llamando en la zona, tiene 76 años y atesora historias de un territorio que ha sido su único mundo: “Hoy toda la gente habla de Doñana, muchos viven de ella, pero yo digo que han ido sólo a estudiar, pero no saben lo que era vivir allí, nosotros queremos a Doñana como su fuera nuestra y no es mentira”.

Su padre, al igual que sus abuelos maternos, trabajaban en el pinar, como carboneros. Estuvo en la guerra tres años y cuando regresó entró de guarda en Santaolalla, una de las casas que se repartían por todo el coto de Doñana antes de ser declarado parque nacional hace ahora cincuenta años. “Como ya tenía su casa, pues quiso casarse, mi madre tenía otras dos hermanas y las tres se casaron con tres hermanos. Y allí he vivido hasta que tenía 18 años. Luego trasladaron a mi padre al Palacio de Doñana para sustituir al guarda mayor y allí me coloqué yo también, limpiando hasta que me dieron de baja porque estoy destrozada de tanto trabajar, por últimas hacía las camas de rodillas”, comenta Antonia Chico, que es la mayor de cinco hermanos.

Antonia Chico posa en una plaza de Almonte, donde reside tras toda una vida en la marisma. Antonia Chico posa en una plaza de Almonte, donde reside tras toda una vida en la marisma.

Antonia Chico posa en una plaza de Almonte, donde reside tras toda una vida en la marisma. / Antonio Pizarro

Los primeros ornitólogos y biólogos que pisaron Doñana llegaron de la mano de Mauricio González Gordon y José Antonio Valverde y para ellos trabajó la familia Chico, entre otras. La sede de la reserva biológica de Doñana se convirtió luego en su casa. “Allí se alojó también unos días Manolín el Pitero con su mujer y los cuatro hijos un año en el que la marisma se inundó tanto que era imposible permanecer en ella”, explica Antonia Chico, que no fue al colegio en su vida y con más de 50 años se sacó el carné de conducir y el graduado escolar a la par que su hijo.

Manuel Espinar, a quien se refiere, fue guarda en las fincas privadas que formaban parte de Doñana antes de convertirse en un espacio protegido. Cuando falleció, con sólo 47 años, ya arrastraba una larga historia en la marisma. A ella, en una choza en Veta la Arena, se trasladó cuando, con 23 años, se casó con Manuela Solís tras nueve años de noviazgo. A ella le embarga la emoción cuando recuerda la dureza de la vida que eligió por amor una niña de Villamanrique de la Condesa, “criada en la espumita”. Hasta su pueblo natal se trasladó unos años con su marido, que sólo sabía moverse en la marisma, para intentar salir de la depresión en la que cayó tras varios meses de soledad: los niños ya tenían edad escolar y fueron internados y ella se quedlaó sola, rodeada de cielo y agua, esperando que su marido llegase a casa cada noche. Un gesto también de amor que reconocen hoy sus hijos. Una de las cuatro es Esperanza Espinar, que hoy, con 51 años, todavía recuerda cómo pasó el sarampión junto a dos de sus hermanos sin más remedio medicinal que una aspirina infantil y un poco de leche condensada.

Juana Fernández y su hija Rosario Roldán, en la aldea de El Rocío. Juana Fernández y su hija Rosario Roldán, en la aldea de El Rocío.

Juana Fernández y su hija Rosario Roldán, en la aldea de El Rocío. / Antonio Pizarro

Juana Fernández tiene hoy 86 años. Su marido, Antonio Roldán, falleció hace cuatro y nunca se separó de él: 65 años juntos. Agarra con sentimiento la medalla con su cara serigrafiada que lleva en el cuello y recuerda cómo a él le parecía bien todo lo que se ponía. Las arrugas de su rostro no le restan ni un gramo de belleza, todo lo contrario. Ésta sale de su interior cuando empieza a relatar aquellos duros episodios de su juventud en las chozas de El Cornejo, donde no existían ni buenas ni malas noticias. La radio y el televisor de batería tardaron en llegar a estas chozas de la marisma donde la luz se instaló incluso en  los palacios hasta la época de Felipe González. “Éramos muy felices”, en eso coinciden todas. También en que se acostaban muy temprano, al caer la tarde, y se levantaban al amanecer. “No trabajábamos por horas, defendíamos aquello como si fuera nuestro”, comenta Antonia Chico. Esperanza Espinar pertenece a otra generación, pero ha heredado igualmente esa entrega por su trabajo y el medio que les rodea.

Fotografía de la familia Espinar Solís captada en Leo Biaggi por el torero Limeño. Fotografía de la familia Espinar Solís captada en Leo Biaggi por el torero Limeño.

Fotografía de la familia Espinar Solís captada en Leo Biaggi por el torero Limeño.

Juana Fernández, como Manuela Solís, tenía que salir en canoa, una barca amarrada a la cola del caballo, para traer el agua, la leña, los víveres. “Allí se pasó mucho, antes llovía lo que no llueve hoy, tres meses seguidos, todo era cielo y agua, agua turbia”, recuerda Juana. Su hija Rosario Roldán es la menor de tres hermanas y se fue con dos días de vida al Palacio del Coto del Rey, donde entró su madre como casera mientras su marido era el guarda mayor. La vida en esa época era menos dura. “Trabajaban para los Noguera, una de las familias propietarias, y no tenemos más que buenas palabras”, explica Rosario Roldán, que se ha criado como una más cuando recibían a los señores y sus hijos.

Tractores, escopetas…, “yo era el niño que mi padre no tuvo, me gustaba salir a lunear con él, a hacer labores de guarda a la luz de la luna, me encantaba esa vida”, explica. Era la que conocía y todo era felicidad: matar al lubricán los patos para el consumo de la casa con escopetas, huevear, esto es buscar huevos de gallaretas, poner cepos para conejos... “Ahora cualquiera mete a un niño sin teléfono, internet… sin nada más que los animales y la luna en la marisma”, añade Rosario Roldán, que ha cumplido 49 años y trabaja en Doñana Nature, la única empresa autorizada para guiar visitas por parte del parque nacional y el espacio natural. “Parte de mi trabajo es enseñar el Palacio del Coto del Rey y eso me pone triste muchas veces porque ya no me puedo mover con la libertad con la que lo hacía cuando mi padre era el guarda mayor”.

Unas vivencias que, sin embargo, se han convertido en su mejor recurso cuando  tiene que enseñar Doñana en verano: “Aquí la gente llega pensando que siempre es primavera, y no es así, el verano es muy duro y yo parto con la ventaja de que puedo contar cómo era aquella Doñana y la actual”. Su madre coincide con ella en que aquella vida era, a pesar de la penuria, muy bonita. “Yo les digo que fueron los primeros turistas rurales: una choza, un caballo, una canoa y toda Doñana ante sus ojos”, dice la hija mientras la madre lamenta que hoy no haya casas habitadas,  al tiempo que saca a relucir episodios con furtivos. “Antes salían a cazar por necesidad, hoy para quemar adrenalina”, comenta Rosario Roldán.

Manuela Solís repasa fotos antiguas de sus vivencias en Doñana. Manuela Solís repasa fotos antiguas de sus vivencias en Doñana.

Manuela Solís repasa fotos antiguas de sus vivencias en Doñana. / Antonio Pizarro

El marido de Manuela Solís conocía con precisión la marisma y sabía interpretar la naturaleza, el vuelo de los ánsares, los picos de la luna... “como si tuviera una carrera”. Cazaban los señoritos y todo se lo dejaban a los guardas. “A las tres de la madrugada se levantaba mi marido a poner los puestos, descalzo, no tenía ni botas, las primeras se las regaló un primo suyo que se las mandó de Alemania, unas Pirelli cortitas”. Manuela Solís repasa fotos antiguas y recientes, de sus nietos y sus cuatro hijos: dos varones y dos mujeres que trabajan todos en Doñana. “Teníamos el ganado, el jornal, no estábamos mal, las condiciones eran las malas, los desplazamientos eran penosos cuando la marisma se arriaba y teníamos que salir con los niños en canoa hasta llegar al muro, donde nos recogía un ganadero y en un land rover nos llevaba hasta El Rocío o Villamanrique y si íbamos para Sanlúcar... eran viajes perversos”, apunta Manuela Solís que también vivió en Leo Biaggi, en medio de la marisma. Allí le hizo una foto en canoa Limeño, un torero que trabajaba en una finca de la zona. De allí pasó a otras casas mejor comunicadas, una en Mancorro.  “Allí sí estuve yo muy bien, antes, en la FAO, me aburría porque ya era adolescente y me sentía sola”, comenta su hija Esperanza, que trabaja en las oficinas  del Espacio Natural de Doñana desde hace más de 30 años. “Mi padre nos enseñó a querer todo esto, tenía mucha experiencia, una sabiduría innata. Y todos éramos como una gran familia, los hijos, mujeres de los guardas... la relación de convivencia era muy buena. Doñana era la vida de mi padre y  la nuestra”.

Una manera de vivir de la que son, en gran medida, depositarias las mujeres. Nadie las enseñó pero ellas sabían sacar provecho de lo poco  que tenían. “No añorábamos más, éramos felices, luego me vine para Almonte y pasaron muchas cosas y viuda...”, explica la mujer del Pitero, un apodo que llevan con orgullo sus nietos.

Esperanza Espinar, en un parque de Almonte. Esperanza Espinar, en un parque de Almonte.

Esperanza Espinar, en un parque de Almonte. / Antonio Pizarro

Ninguna de esas historias está anotada en cuadernos de campos ni partes de guardas y biólogos que, hasta hace muy poco, sólo llevaban firmas de hombres. El papel de la mujer en Doñana era otro. “Tengo una imagen guardada en la memoria: una mujer rodeada de niños con la cara tiznada después de haber jugado entre los boliches de los carboneros; algunas tenían siete u ocho hijos, y ahí estaban ellas, llevando la casa para adelante”, recuerda Rosario Roldán, que admira a su madre y otras muchas mujeres de guardas y pastores que tuvieron la valentía de sobrevivir solas en la marisma.

A Juana Fernández no le daba miedo nada, incluso llegó a enfrentarse con algún furtivo. A Manuela Solís tampoco, menos aún cuando tuvo que ejercer de madre y abuela coraje tras fallecer su marido. Y a Antonia Chico lo único que no le gustaban eran los jabatos y los bichos que se le cruzaban cuando regresaba del palacio a su casa en el coto. Tanto Esperanza Espinar como Rosario Roldán, hijas de esa generación, lo único que les preocupa es que esta historia de Doñana, que no aparece en ningún libro, acabe perdiéndose.  “Antes se mataban los linces, sí, ahora no sé dónde se meten los animalitos, desde que están todo el día detrás de ellos...”, comenta entre risas Juana Fernández. En Doñana ya nada es como era.

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