las claves

pilar Cernuda

Adolfo Suárez, la cara de la Transición

Genio y figura. Se va uno de los políticos más grandes de la historia española, amigo del Rey, legalizador del PCE y urdidor de grandes consensos pese a algunos pecados de soberbia

EL Rey fue el motor. Don Juan Carlos empezó a preparar el proceso de convertir una dictadura en una democracia desde el mismo momento en que Franco le comunicó que tenía la intención de llevar a las Cortes una Ley de Sucesión que pasaba por la reinstauración de la Monarquía en su persona, no en la de su padre don Juan. Desde ese instante, el entonces Príncipe de España puso en marcha un proyecto para el que contó con Torcuato Fernández Miranda como principal asesor, y con una serie de colaboradores -Nicolás Franco Pascual del Pobil, Manuel Prado, José Mario Armero- que le pusieron en contacto con políticos antifranquistas que vivían dentro de España, -los socialistas Javier y Luis Solana, Gregorio Peces Barba, Enrique Múgica- y se reunieron con los que vivían fuera -Santiago Carrillo fundamentalmente- para pedir apoyo para el proceso de la Transición una vez Franco falleciera.

El Rey fue el motor del cambio, fue quien tomó la decisión de que en las primeras elecciones comparecieran todos los partidos incluido el comunista y de que la primera legislatura democrática fuera constituyente: de ella debía salir una Constitución que sustituyera las leyes franquistas. Pero si don Juan Carlos fue el motor de la Transición, su cara fue Adolfo Suárez. El dúo Juan Carlos- Adolfo Suárez, con la ayuda inestimable de Torcuato Fernández Miranda, y con la colaboración posterior de una serie de políticos de diferentes ideologías que apostaron por España más que por sus respecticos partidos -Felipe González, Santiago Carrillo y Manuel Fraga principalmente- protagonizaron la etapa más enriquecedora de la historia de España de los últimos siglos, una etapa que provocó admiración en todo el mundo por la manera en que se había producido el tránsito desde una dictadura que se prolongó durante cuarenta años, a una democracia plena.

El Rey no se equivocó al elegir a Adolfo Suárez y maniobrar con Torcuato Fernández Miranda -presidente de las Cortes- para que el Consejo del Reino incluyera el nombre de Suárez en la terna que presentó a don Juan Carlos para que eligiera de entre esos tres a quien prefería como presidente. No se equivocó a pesar de la sensación generalizada de que había cometido un error al elegir a una persona procedente del franquismo, de la estructura del Movimiento. El Rey, con una intuición fuera de lo común, vio que la mejor manera de diluir el franquismo era hacerlo a través de las decisiones tomadas por quien había formado parte del franquismo. Y Suárez cumplió su papel con convicción, seguro de que era lo correcto para aquel momento histórico.

El coraje de sus tres primeros años de Gobierno no lo pone nadie en cuestión, ni siquiera sus más acérrimos adversarios. Legalizó el PCE, de acuerdo con el Rey, contra viento y marea, creó un partido en pocas horas en torno a personalidades y amigos que se sentían democristianos, liberales, socialdemócratas o simplemente hombres y mujeres con ganas de contribuir a un nuevo y apasionante proyecto; limitó el poder de los todopoderosos generales de Franco con la ayuda de un Gutiérrez Mellado al que nombró vicepresidente, y que los puso firmes con el mismo empaque con que se mantuvo firme él cuando le plantó cara a un Tejero armado con una pistola que pretendía tirarle al suelo, y dividió a la banda terrorista ETA con una amnistía muy negociada de la que se beneficiaron quienes estaban dispuestos a abandonar definitivamente las armas y participar democráticamente en la nueva vida española.

Fue un político que rompió moldes, y un hombre que provocó admiración a partes iguales que reproches, porque no se movió un milímetro del proyecto que había apalabrado con el Rey que los dos iban a cumplir, a culminar. España le debe mucho, pero Suárez pecó de soberbia cuando a los tres años de presidencia pensó que era tanto lo que se le debía que aparecieron maneras que incomodaron a aquellos que le habían encumbrado. Incluido el Rey, que empezó a distanciarse de un Suárez que se encerró en La Moncloa mientras su partido se rompía en mil pedazos porque el presidente, en lugar de cuidar a los suyos, fomentó rivalidades, entró en el juego de quien no está conmigo está contra mí, despreciaba a la oposición y nunca se sentía suficientemente admirado.

Salieron los cuchillos en UCD, su partido, se iniciaron las deserciones, se perdió la confianza e incluso el respeto entre unos y otros, y en enero de 1981, cuando no se habían cumplido cinco años desde su toma de posesión, dimitió de la presidencia del Gobierno. La historia es sobradamente conocida: el 23 de febrero, durante la sesión de investidura de su sucesor Calvo Sotelo, se produjo la intentona golpista de Tejero, que entró en el Congreso con un grupo de guardias civiles al grito de "¡todos al suelo!" mientras disparaban el aire, y sólo tres personas se mantuvieron inmóviles en sus escaños, Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo. Mellado se puso de pie e intentó derribar a Tejero, y Suárez salió tras él para ayudarle; un gesto de valor que respondía a su trayectoria de hombre que se crecía ante las dificultades.

Creó sin éxito otro partido, el CDS, y se retiró a sus cuarteles de invierno, alejado de la política, a un bufete de abogados al que dedicó poco tiempo porque a los pocos años se marcó una tarea que mostró al mundo al Suárez más humano y más admirable: cuidar a sus mujer primero, y a su hija mayor y su mujer después, a las dos, aquejadas de cáncer. Suárez sufrió el dolor inmenso de perder a la mujer a la que quiso con toda su alma, Amparo, con la que se encerró en una casa en Mallorca para que sólo ellos dos compartieran sus últimos meses de vida juntos. No le dolió en cambio la muerte de su hija Marian, a la que adoraba, porque él mismo había entrado ya en su propio drama, una enfermedad degenerativa que le hizo perder la memoria.

Su última imagen permanecerá en la retina de los españoles: una foto que le hizo su hijo Adolfo cuando los Reyes acudieron a verle a su casa de las afueras de Madrid. De espaldas los dos, don Juan Carlos y Suárez pasean por el jardín, el brazo del Rey sobre los hombres del presidente. Contaba luego el Rey que le preguntó Suárez ¿"Y tú quién eres"?, a lo que respondió el Rey: "Alguien que te quiere mucho. Un amigo".

Jamás Adolfo Suárez pronunció una palabra crítica contra el Rey, nunca reconoció el distanciamiento, ni tampoco lo ha hecho el Rey. Tuvieron diferencias importantes antes de su dimisión como presidente; eran muy evidentes, pero ninguno de los dos las han confesado. Cuando se le preguntaba a Suárez si su dimisión tuvo que ver con ese distanciamiento, o con el llamado "ruido de sables" de los cuarteles que provocaron el 23-F, su respuesta era tajante: "Me fui porque mi partido ya no me apoyaba. Si hubiera sabido que estaba en marcha un golpe de Estado, me habría quedado en mi puesto aunque me faltara el apoyo de los míos".

Genio y figura. Se va uno de los grandes, de los más grandes políticos españoles. La cara más emblemática de la Transición.

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