Cualquier programa versionado con famosos, si el casting no es improvisado y se reúne a una pandilla compensada y con tipos con destellos, gana en atención del espectador por la inercia del simple afecto. Los famosos a los que admiramos o que nos caen simplemente bien para cada uno de nosotros tienen grado de casi pariente lejano. Entran en casa sin permiso y allí no tienen que presentarse. Si además hay un esfuerzo añadido, entre la pericia y el arte, en esas facetas de invitado, con más razón se sienten queridos. Según el programa, por supuesto. Santiago Segura se crece en Tu cara me suena y el otro domingo estaba insoportable, asfixiado, en el¿Cómo lo ves? de Carlos Herrera. En el formato idóneo y con el ambiente necesario cualquier rostro conocido funciona, ya sea opinando, cantando o incluso rascándose las fosas nasales en una hamaca destacada en el pueblo de Guadalix.

Los seguidores más entusiastas de Masterchef no deberían de tener quejas de la implicada reunión de celebrities de esta edición. Hay locos responsables y con pundonor como Edu Soto, tipos formales como Saúl Craviotto y mujeres al borde de un ataque de nervios como Bibiana y Anabel. Y también hay gente que hay que darle de comer aparte como Silvia Abril.

Todos los que participan en el maratón de La 1 ya tenían experiencias anteriores en realities y compotas similares por lo que han llegado a La 1 con la lección aprendida. Aunque sea un juego, la tele es seria y hay que admitir, por ejemplo, el papel de los jueces y lo agotador que es grabar lo que a ojos del sofá parece una tontería que dura un rato.

Seguir cada noche Masterchef es un ejercicio tan extenuante como levantar una croquembouche por lo que son los propios participantes los que saben que deben dar vida y sentido de competición a lo que de otra forma sería un correcalles entre cacerolas. Masterchef incluso dignifica el oficio incierto de cobrar por la cara.