Semana Santa

En torno al Cristo muerto

  • La ciudad se desquitó de las lluvias y despistes y regaló una jornada de Viernes Santo repleta y llena de estampas emotivas · Traslados y oficios completaron el último tránsito de la Pasión

Qué cosas, cuando lean estas líneas ya será Domingo de Resurrección y aquí toca escribir sobre el Viernes Santo, verdadera explosión icónica y sentimental en torno a la muerte de Cristo, el mismo que se reveló vivo a los suyos tal día como hoy. Con el permiso del respetable, quisiera comenzar la crónica algo lejos de Málaga: concretamente en Göreme, una localidad situada en el corazón de la región turca de Capadocia. Allí, en la antigua Asia que recibió la predicación de Juan el Evangelista (su tumba se conserva en Éfeso, al otro extremo de la Península de Anatolia) se encuentran las iglesias más antiguas del mundo que pueden visitarse hoy día. En realidad son pequeños templos excavados a finales del siglo III en la roca, en consonancia con el urbanismo troglodita del paisaje, hasta formar una galería insondable de capillas. Todos ellos, según la tradición que recogería más tarde la Iglesia Ortodoxa, aparecen repletos de imágenes pintadas en la piedra, desde el suelo hasta las bóvedas. A la vista de las pinturas, admirablemente conservadas, los cristianos tienen la oportunidad de experimentar un único viaje a las raíces (cabría decir radical): en los frescos no aparece un solo Cristo crucificado. Quien busca cruces se lleva un chasco tremendo. En su lugar, Cristo aparece siempre resucitado (como representación del Pantócrator) en plena realización de los milagros bíblicos, especialmente la resurrección de Lázaro y la transformación del agua en vino en Caná. El hallazgo concuerda con lo visto en otros templos cristianos más modernos de la antigua Constantinopla, hoy Estambul. Los mosaicos de la antigua Catedral de Santa Sofía, luego mezquita y actualmente museo, presentan instantáneas similares. Especialmente significativos son los mosaicos de la iglesia de Salvador de Chora, en la misma ciudad: en uno de ellos, un Cristo redentor abre las tumbas y saca a los muertos tomándolos de las manos. Ni un crucificado preside altares, naves ni estancia alguna del bellísimo templo. Todo remite a la vida.

Por eso, la jornada del Viernes Santo despierta sensaciones contradictorias. Mientras el Cristo Resucitado de la Semana Santa malagueña es una anécdota, por mucho que se pretenda lo contrario, el ritual de la agonía y la muerte de Jesús de Nazaret resulta mucho más estimulante para los incondicionales de la fiesta, que salieron en esta ocasión con renovadas ganas después de que el Miércoles y el Jueves la Pasión quedara pasada por agua. No es de extrañar: el símbolo de la cruz tuvo en éxito sin precedentes en Occidente con el beneplácito de los imperios cristianos que sucedieron a Roma, desde Carlomago hasta los Reyes Católicos. Frente al anuncio de la resurrección, traducible a una experiencia de libertad individual (a un ir más allá para superar viejas esclavitudes y garantizar la proyección espiritual y humana de cada uno, sean cuales sean su origen y condición), la sempiterna presencia de la cruz habla de condena, castigo, dolor, muerte y especialmente culpa. De hecho, no hay más que recordar la reciente preocupación manifiesta del Papa por el notable descenso del número de católicos que hacen uso del sacramento de la penitencia, lo que se debe, en sus palabras, a que esta sociedad se siente "menos culpable". Cargar con la cruz es el signo del cristiano, no la superación de esa cruz. Claro, hace falta mucha más fe para creer que un hombre resucitó, por mucho que fuera Dios, que para creer que el mismo hombre murió en una cruz. Éste mensaje resulta más sencillo de propagar. Pero lo importante es la representación de la humanidad que ofrece cada imagen: la de la resurrección, un hombre vivo con todo el futuro por delante; la de la cruz, un hombre muerto cargado de culpas. Las de cualquiera que le mire. Para que se sienta deudor.

Y ahí estaba Málaga entera el Viernes Santo, congregada en silencio ante el Sepulcro, compungida por la oscuridad de Servitas, ruidosa y amante del jaleo en la salida del Amor, curiosa y turista en las procesiones de Dolores de San Juan y Descendimiento (los bañistas más valientes se mezclaron con los penitentes más allá del Hospital Noble), piadosa en Monte Calvario, mundana en la Soledad de San Pablo y estricta en la Piedad. Mientras en las iglesias grupos mucho más reducidos celebraban los oficios correspondientes, los traslados (que se prolongaron durante todo el día de ayer y que algunos confundieron con las procesiones suspendidas del Miércoles y el Jueves Santo, como si hubieran decidido darse una oportunidad) completaban el recorrido de agonía y estertor, con un Cristo que reprochaba a su Padre haberle abandonado. Tribunas y sillas volvieron a quedarse pequeñas en calle Larios al paso del crucificado. No faltaron los bocatas de jamón, a pesar de la fecha tan señalada, ni las botas de vino que apaciguaron el frío de la madrugada, ni las cañas en el barrio de la Victoria ni los limones y chambis en Carretería y Compañía. Ayer sábado por la mañana, las calles Mártires y Camas despedían un insoportable hedor a orina. Restos de una batalla incomprensible para recibir a un Dios muerto.

tambores sordos

Por todo ello, y un año más, mi momento favorito del Viernes Santo volvió a ser la procesión de Servitas, a pesar de que algunas calles no obedecieron debidamente la consigna común del desalumbrado. En concreto, el tardío pasaje por calle San Juan de la Virgen, escoltada por sus dos tambores sordos, como un luto encarnado que se interna en un laberinto de sombras, inspiró los recodos no sólo más emotivos de la Semana Santa, también los más espirituales, los más cercanos a una inquietud religiosa sobre el sentido de la muerte de Dios. En aquella estrechez sefardí de balcones y puertas, la Virgen se pareció a una Ariadna que teje el hilo que habrá de salvar la vida a Teseo. Los silencios se acompasaron a los parches, quienes desde sus casas y desde la acera asistían a la procesión guardaban respetuosas formas y quienes no lo hacían eran recriminados, como correspondía. Un acontecimiento mínimamente litúrgico, alejado de los espectáculos y los fuegos de feria, sembró momentos transfigurados en plegarias. Y entonces, aquí sí, sin ni siquiera ayuda de crucificados, la percepción de que algo divino había quedado fulminado bajo el peso del dolor se subió a la boca: sólo faltaba un profeta tachado de loco que blasfemara "¡Dios ha muerto, y nosotros somos sus asesinos!". La procesión de Servitas es quizá la representación más perfecta que existe de algo que nadie se ha atrevido a representar nunca: el descenso de Cristo a los infiernos, donde permaneció hasta el tercer día, en que abrió para siempre las puertas de la vida. La oscuridad es un compás de espera, a veces insoportable, en el que nadie está seguro de predecir lo que se verá al otro lado. Sólo por un momento como éste, en el que Málaga parece diluirse, derretirse y perderse por las acequias, merece la pena decir que se es malagueño.

El Sepulcro encontró en el Pasillo de Santa Isabel a un joven matrimonio chino que acababa de cerrar un establecimiento cercano, un veinte duros de ésos que abre mil horas al día. Qué significa esta muerte, parecía preguntar uno de ellos sin abrir la boca. El tiempo dirá. Feliz Domingo de Resurrección.

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