Opinión. A ciencia abierta

El síndrome de China

Advirtamos al lector: nada de lo que sigue tiene que ver con los Juegos Olímpicos pasados, sino con el origen de la impopularidad de las centrales nucleares.

Una periodista de una cadena de televisión de California hacía un documental sobre la energía nuclear. Estando en una central con un operador de cámara, se detectaron problemas de funcionamiento. Hubo intrigas, represalias y amenazas hasta que el desastre tomó proporciones apocalípticas. Ésta, más o menos, era la trama de una película que se llamó El síndrome de China. La actriz que hacía de periodista era una espléndida Jane Fonda y el cámara un jovencísimo Michel Douglas. La película se estrenó a mediados de marzo de 1979. En una escena, uno de los ingenieros de la central le dice a la periodista que si el núcleo del reactor se fundiera, lo cual suponía el accidente más grave que podría tener lugar, era tan imposible detener la reacción en cadena que el reactor atravesaría la Tierra y aparecería en China. Además, un área del tamaño de, por ejemplo, Pensilvania sería inhabitable por los siglos de los siglos. Unos días después del estreno de la inquietante y exitosa película, concretamente el 28 de ese mismo mes de marzo, tuvo lugar el peor desastre de la historia nuclear de Estados Unidos: se fundió parcialmente el núcleo del reactor de la central de Three Mile Island, cercana a Harrisburg del condado Dauphin de… ¡Pensilvania! El lector puede imaginar la que se lió.

El origen del accidente fue el mal funcionamiento de una válvula del circuito de refrigeración: no se cerró cuando debía y los indicadores mostraron que sí se había cerrado. A partir de ahí todo se hizo mal, siendo lo peor que los responsables de la central informaron tarde y a medias. Como se sigue haciendo hoy día. Durante cinco días unas autoridades estuvieron diciendo que no pasaba nada y otras pidiendo a gritos la evacuación de las 25.000 personas que habitaban en un radio de 8 kilómetros de la central.

Nadie resultó mínimamente afectado a corto ni a largo plazo y eso lo admite hoy unánimemente todo el mundo. Tampoco hubo síndrome de China. Pero desde el punto de vista político y social el remate del accidente fue el siguiente. Jane Fonda se hizo antinuclear furibunda y Edward Teller, padre de la bomba de hidrógeno y fascista medio majareta, defendió la energía nuclear ardorosamente. Tanto que le dio un infarto. Cuando se recuperó, dijo que él había sido el único afectado por el accidente de Harrisburg, aunque rectificó inmediatamente: “Los reactores nucleares no producen absolutamente ningún daño, en rigor yo he sido víctima de Jane Fonda”. Imagine el lector a la brava y bella actriz que no hacía mucho había luchado noblemente contra la guerra de Vietnam, peleando con el impresentable Teller que había exigido públicamente el uso de la bomba termonuclear en aquel cruel e injusto conflicto. El muy imbécil llegó a defender su postura en anuncios de prensa pagados por la empresa fabricante de la válvula que falló. Y como lo que ocurre en Estados Unidos se propaga e influye en todo el planeta, ya tenemos a la energía nuclear identificada con la derecha, lo antinuclear con la izquierda y asumido el miedo irracional a la radiactividad. Para colmo, años después ocurrió el desastre de Chernobil, pero esa es otra historia de consecuencias más tristes aunque no menos desquiciadas.

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