En apenas veinticuatro horas se agotará el plazo para que el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, aclare al Gobierno de la nación si ha declarado o no la independencia de Cataluña. En principio, la pregunta -de la que dependerá si finalmente se aplica el artículo 155 para intervenir la autonomía catalana- puede parecer baladí y artificiosa, un truco del Ejecutivo de Mariano Rajoy para ganar tiempo y, sobre todo, ganárselo a Puigdemont para que rectifique. Sin embargo, lo cierto es que a día de hoy nadie sabe a ciencia cierta lo que dijo el presidente de la Generalitat en su extraño discurso del pasado martes. Cuentan los que estuvieron en el Parlament en tal jornada que la prensa internacional allí congregada quedó desorientada y sin saber qué decir tras un discurso que pasará a la historia como un ejemplo de confusionismo deliberado.

Pero este tipo de triquiñuelas tienen el vuelo muy corto en política. Puigdemont está en el peor de los escenarios posibles. A la desaprobación internacional unánime del procés, la fuga masiva de empresas o la movilización de la ciudadanía no independentista, hay que unir ahora la cada vez mayor presión de sus apoyos independentistas más radicales para que el lunes haga, esta vez sí, una declaración tajante y solemne de independencia. Si no lo hace perderá los apoyos parlamentarios de la CUP, con lo que su mandato como presidente y, probablemente, todo el procés saltarán por los aires. Pero si, por el contrario, da el paso adelante y despeja la incógnita a favor de la independencia, el Gobierno de la nación, con el apoyo de PSOE y Ciudadanos, aplicará el 155 e, igualmente, se malograrán todas sus intenciones y ambiciones. Probablemente, Puigdemont estará buscando un truco de última hora que consiga salvarle. Difícil. El president está atrapado entre su confusionismo y su irresponsabilidad. Su futuro y el del procés están muy tocados.