Salvador Giménez

El toro: un tótem y sus pobres enemigos

LOS que gustan de las fiestas de toros están sufriendo una persecución tan falaz como agresiva. Tanto que comienza a rayar en lo delictivo, si nos amparamos en las leyes que rigen un estado de derecho como el nuestro. Coacciones, amenazas, insultos y agresiones verbales... Mucho me temo que las físicas no tardarán en llegar, pues injurian y calumnian a todos aquellos que solo tratan de asistir, y poner en valor, un espectáculo totalmente legal y que aporta a las arcas del Estado pingües beneficios, sin recibir prácticamente nada a cambio. Un mundo, el de los toros, que mantiene numerosos puestos de trabajo, algunos en serio peligro, y que salvaguarda una biodiversidad única en la dehesa mediterránea, así como un animal único en el planeta.

Puede sonar a demagogia, pero la realidad no es otra. El mundo del toro conserva muchos valores desconocidos para los que no lo viven de cerca. Ese desconocimiento y unos conceptos de la vida artificiales subvencionados por capitales ajenos, y por lo tanto ignorantes de nuestra cultura, han dado fuerza a estos movimientos antitaurinos o abolicionistas que anteponen los animales ante sus semejantes.

El amante, o aficionado, al mundo de los toros está viendo como sus derechos son vulnerados de forma flagrante por aquellos, que amparados en la defensa de los de los animales, están mostrando una actitud ayuna de respeto y que cada vez se aleja de los valores de tolerancia y libre pensamiento que deben de pervivir en la sociedad moderna que presumiblemente vivimos.

Es triste que en un Estado que se dice democrático se vulneren los derechos fundamentales de algunos ciudadanos. Y todo porque a otros, los que vulneran tales derechos, no les guste algo que defienden y place a los primeros. Y no les gusta por desconocimiento, porque no saben, ni comprenden algo que forma parte de la cultura de un pueblo, que debe de conservar sus costumbres más ancestrales, que no arcaicas, porque el vinculo entre el hombre y el toro aún permanece vivo, sin sufrir el desgaste del tiempo, sino el de mentes totalitarias que solo buscan cercenar de raíz uno de los últimos ritos vivos de nuestra cultura.

Vivimos una sociedad aséptica donde la muerte es ignorada. Algo tan real y crudo ha sido marginado y apartado hacía un lado, como si no existiera. En el toreo la muerte está ahí. Presente y con toda su crudeza. Algo que choca en la sociedad actual, que vela a sus muertos en fríos tanatorios y consume carne empaquetada, tan sutilmente, que no parece que perteneciera algún día a un ser vivo.

El toro de lidia no es un animal. El toro es un ser mitológico. Un tótem en nuestra cultura primigenia que roza la divinidad. Desde los rebaños de Gerión, primer ganadero conocido, hasta Minos, pasando por Zeus convertido en toro ensabanao para secuestrar a la misma Europa. El toro es totémico y su único derecho y deber, porque quien tiene derechos deber forzosamente que tener deberes, es su lucha a muerte contra la razón del hombre en una cruenta batalla de sangre y épica donde la balanza puede inclinar su fiel hacía un sitio o para otro. La muerte está presente en el toreo, ahí radica su grandeza, es el único rito donde el hombre pone en liza su vida conocedor de que puede perderla en un combate desigual a todas luces.

El enemigo real del toro no son los taurinos, no. Tampoco lo son los toreros, ni los aficionados a los que gusta presenciar los avatares de la lidia. Los auténticos enemigos del toro son otros. Son aquellos animales, que se dicen racionales, que no saben ver la divinidad del toro ibérico, al que confunden con aquél Ferdinando que inmortalizara Walt Disney, el humanizador de los animales, tan alejado de la realidad y de la divinidad.

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