Fuera de cobertura

Elena Medel

La tonta del bote

EN la primera imagen Sara Fernández, abrazada a su novio, muestra el billete premiado. La siguiente fotografía juega a las diferencias: con el pelo alborotado y las mejillas de color -la emoción, el champán-, Sara intenta zafarse de un tipo sin camisa que intenta besarle. El boleto se ha esfumado.

Entre compartir su alegría con los medios de comunicación y depositar su premio en la sucursal bancaria más cercana, Sara escogió brindar con desconocidos y ocultar el papelito, muy sabiamente, en un frasco tras la barra, entre las copas sucias y los platos de gambas.

La Navidad, por mucho que los estudiantes de ESO de mi barrio aún se diviertan estallando petardos junto a quienes esperan el autobús, no es lo que era. Los buenos deseos no traspasan el teléfono móvil, y los corazones se instalan en su carácter pétreo: por eso mismo, algún malaje robó el décimo de Sara Fernández.

Del sorteo no me interesa la labor artesana del tipo que se confecciona un dos piezas con la factura del teléfono: siempre me han intrigado los motivos que empujan a un nuevo millonario, o al feliz ostentador de una pedrea, a abandonar su hogar y plantarse en la calle, gritando su riqueza frente al resto, como quien se acerca a la charcutería para adquirir jamón del caro, aunque picadito para salmorejo, a sabiendas de que su vecina compra york. Año tras año observo las muestras de alegría frente al televisor, e imagino a quienes blanden fotocopias de sus décimos -así sí, Sara Fernández- acosados por empleados de banca, asesores bursátiles y dueños de inmobiliarias.

Y sueño que -en una versión navideña de El amanecer de los muertos- esa misma noche deberán tapiar las puertas y ventanas de sus casas, agobiados por todos esos familiares del pueblo que desempolvan la relación y que, igual que hacen otros al leer la esquela de un tío tuyo, por si cazaste herencia, aprovechan tu inyección económica para tapar sus agujeros.

Estas consecuencias, tan dolorosas, las ignoran esos señores que beben directamente de la botella y esos niños que saludan a la cámara con la boca rebosante de mantecados. Nada de esto sopesó Sara Fernández. Me da mucha lástima, en el fondo: pecó de ingenua, excediéndose hasta caer en la tontería. ¿En qué habría invertido el dinero? ¿Confiará Sara Fernández de nuevo en sus clientes?

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