Tribuna

Grupo Tomás Moro

El tiempo en tiempos antiguos

SEGÚN cuentan los que opinan, todo el mundo parece preocupado por el calentamiento de la tierra. Que si el polo Norte se deshiela, que si el polo Sur se derrite, y nos anuncian como en tiempos apocalípticos las mayores catástrofes para la humanidad que vive como inhibida del peligro al que inconscientemente camina con la contaminación y los gases que los desaprensivos arrojan a la atmósfera. Porque sería un desastre sin duda que, por el crecimiento de las aguas, desaparecieran bajo el nivel del mar playas tan bellas, tan soleadas y acogedoras como la del Carmen de Barbate en la que las arenas parecen más de oro que doradas (gracias, don Luis) cada vez que las olas humedecen los pies de los paseantes con las aguas besadas por los atunes de Zahara. Hasta éstos dejarían de pasar por el Estrecho, anuncian. ¡Una calamidad que nos espera, irremediable e irredenta, según los augurios del millonario Al Gore!

El tiempo del calentamiento, sin embargo, no comenzó con el Registro Civil en el último tercio del siglo XIX ni con la memoria histórica. El tiempo, sin duda, es breve, pero la historia, como la califican los que de ella escriben, es larga, y por larga hay que adentrarse en tiempos antiguos a los que, por cierto, prestan escasa atención los profetas de los malos augurios. Es la ciencia, nos dirán, es la ciencia, muchachos.

Es seguro que ni el ex vicepresidente norteamericano y ni siquiera el munificente Rodríguez Zapatero han leído una línea de literatura medieval ni han repasado las lecciones de Paleografía que les permitan entender lo que las fuentes escritas han dejado dicho sobre el tiempo. No ayer, sino hace siete siglos. Pero, ¡qué le vamos a hacer! Cuando se jubilen tendrán tiempo de más para leer y aprender algo del tiempo climático.

Hubo una vez un escritor que, para su mala suerte, se metió en política. Como político fue desleal con su rey, con su patria, con sus amigos y hasta consigo mismo. Nunca nadie se fió de él. Sin embargo, como escritor llevó a la literatura de su siglo la prosa más exquisita del siglo XIV, El Conde Lucanor, obra maestra de la prosa novelesca en Europa, como dijo nuestro ínclito don Marcelino. Su autor, el infante don Juan Manuel, hijo del infante don Manuel y nieto de Fernando III. ¿Sabrán esto los de la LOGSE? No convendrá olvidar, ahora que hablamos de su tiempo, que supo conjugar el saber con la experiencia propia, porque quien hablaba del tiempo en aquel tiempo lo tenía que hacer desde la experiencia cotidiana de caminar por los viejos caminos de Andalucía o de Castilla la Vieja bajo el sol tórrido del verano o aterido por los fríos de los puertos burgaleses. Nunca, por supuesto, con la información del Instituto Nacional de Meteorología, que, por cierto, aún no se había creado.

El caso es, y a esto venimos, que el infante, entre sus ejemplos del Conde Lucanor recoge lo que aconteció al rey Abenabat de Sevilla (el Al-Mu`tamid de los arabistas) con su mujer Ramaiquía, allá por los tiempos de las taifas, poco después de Almanzor para entendernos. La reina era antojadiza hasta el extremo, pero la amaba con pasión.

En una de las estancias del rey abbadí en Córdoba, a quien por cierto gustaba comer caracoles con conejo, nevó en el mes de febrero en la ciudad. Cuando Ramaiquía la vio, comenzó a llorar porque el rey nunca la dejaba estar en tierra que viese nieve. Para causarle placer el rey hizo poner almendros por toda la Sierra de Córdoba "porque Córdoba -continúa el infante don Juan Manuel- es tierra caliente y no nieva allí cada año, que en febrero apareciesen los almendrales floridos que semejan la nieve". También ahora nieva algún año que otro.

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