Un señor contribuyente

Debe ser complicado no perder el norte después de ser considerado el mejor deportista español de todos los tiempos

Confieso que la primera vez que vi jugar a Rafael Nadal, desde lo más alto del estadio nunca olímpico con entrada de balde, me llamó casi más la atención su indumentaria cani de pantalón pirata y camiseta sin mangas (los que somos sobre todo de Wimbledon no perdonamos estas cosas…) que su carácter innato y ganador de deportista de época. Después, partido a partido, torneo a torneo, grandslam a grandslam, nos fue ganando con esa rara mezcla de humildad y excelencia, un portento de garra y técnica que pronto se incorporó al olimpo de los más grandes, y allí sigue, pese a los años y las lesiones, y a ver quién osa bajarlo.

Debe ser complicado no perder el norte después de haber ganado tantísimo dinero, de gozar con todo merecimiento de fama mundial, de ser considerado casi de forma unánime el mejor deportista español de todos los tiempos. Cualquier otro hubiera roto hace tiempo con su entrenador, habría tenido miles de novias a cada cual más guapa, hubiera reclamado la atención para sí en cada momento. Compárenlo, un poner, con Cristiano Ronaldo, ese ídolo de sí mismo. No es su caso, desde luego, como tampoco el de Roger Federer, su rival tanto tiempo y sin embargo amigo. Viéndolos jugar el domingo pasado la final del Open de Australia, peleando cada bola como si les fuera la vida en ello, tan honestos en sus respectivos comportamientos, teníamos la sensación de que, ganara quien ganara, todos acabaríamos contentos, tal era la antitética conjunción de competencia y amistad, rivalidad y lealtad, deporte y dinero.

Para cerrar este cuadro de admiración y ejemplo, el otro día nos enteramos que, además, Rafael Nadal tributa por sus impuestos aquí como uno más, y no en cualquier paraíso fiscal como tantos en su situación. El deporte internacional al máximo nivel, y más el tenis donde el jugador está siempre de viaje y puede excusar con facilidad su ausencia del territorio, es terreno propicio para alejarse lo más posible de Montoro, y dejarse caer por aquí de vez en cuando para airear cuánto quiere a España y pegarse el piro, sin contribuir siquiera a sostener una mísera pensión de viudedad. En un país donde el último granuja tiene una cuenta en Suiza y el más tonto con residencia en Andorra no sale de los bares de copas de Madrid, es de admirar que uno que tiene todo a su alcance para hacerlo, elija residir aquí. Eso es nacionalismo, y lo demás son tonterías.

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