Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

La santería política

MARÍA San Gil, con su regreso heroico tras el cáncer, demostró lo que todos ya sabíamos: que el suyo es un carácter duro y hondo, que es una entereza aquilatada por todos los embates que ha sufrido. Hay heridas que marcan, que cercenan, hay heridas que son la misma piel, que se van adhiriendo a su sustancia y ajustan el sentido de una vida. Así, María San Gil no habría sido la misma María San Gil que le plantó cara a la muerte en varias formas si esa misma muerte no le hubiera salpicado la cara, el traje y los cubiertos cuando un pistolero furioso entró en el restaurante en el que estaban almorzando y disparó a la cabeza de Gregorio Ordóñez. Si el asesinato de Gregorio Ordóñez significó para la ciudadanía el reinicio de una sangre, de una caza y captura generacional de la banda mafiosa contra los políticos del Partido Popular, cuesta mucho trabajo imaginar en qué dimensión exacta de pulso o de ecuador, de punto de inflexión para una vida, pudo consistir esa experiencia terrible y dolorosa para María San Gil, sentada al mismo mantel que vio explotar el cráneo y la sonrisa de uno de los políticos vascos más comprometidos y prometedores de los primeros noventa, que de haber seguido su curso lógico podría haber tenido una interesante proyección nacional.

Esta proyección nacional la ha tenido, en cambio, María San Gil sin moverse del País Vasco. Suenan todavía los gritos mercenarios, convertidos después en las pintadas de la desolación, la ira y la amenaza, con aquella frase turbia, el "María San Gil, vas a morir" espurreado como un vómito de bilis, un esputo de odio coagulado que luego no triunfó ni en la dura codicia de la bala ni en la mala jugada de una enfermedad hoy vencida. María San Gil, estilosa y esbelta, sonriente y audaz, no se ha dado nunca la vuelta ante el chantaje, y ha dignificado con vigor la arriesgada vocación de la política vasca.

Pero fuera del País Vasco, en realidad, no sabemos mucho de San Gil. Valoramos en ella su coraje, esa valentía fibrilar que tienen otros rostros en Euskadi, tanto del PP como del PSOE, frente a la inmunidad vascuence de los partidos nacionalistas, pero poco hay que comentar de su gestión política. Tiene, desde luego, la legitimidad que le falta a Ana Botella, y mejor imagen que Esperanza Aguirre, demasiado gatuna en su estrategia, pero sin hechuras felinas de impresión. Desde Botella y Aguirre se intenta sobredimensionar el plante de San Gil a Mariano Rajoy, atribuyéndole una gravedad de púlpito, de una santería como verdad política. Pero María San Gil es de este mundo, y todavía no ha explicado qué improbable radicalismo de Rajoy, que no es un abertzale camuflado, le ha llevado a abdicar para el presente.

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