LO único seguro, cruelmente seguro, es que el guardia civil Juan Manuel Piñuel, que había pedido un destino en el País Vasco a fin de lograr la preferencia que le permitiera regresar a Málaga, junto a su familia, no podrá ya satisfacer este modesto objetivo vital. Lo único cierto es que a su mujer la han despertado de madrugada para decirle que se ha quedado viuda y que su hijo lo han hecho huérfano cuando aún no le pueden explicar siquiera lo que eso significa.

No hay más certidumbre que esa: otro inocente asesinado por nada y para nada. Mejor dicho, por el odio totalitario que ya sólo puede alimentarse a sí mismo porque carece de cualquier perspectiva, no ya de victoria, sino de futuro, y para no obtener más que repulsa y asco. Siembra de destrucción y muerte para una cosecha inexistente. Por no lograr, los terroristas ni han logrado reeditar su pequeño triunfo de división y sectarismo entre la clase política.

Nadie ha querido entrar, esta vez, en las tediosas transferencias de culpabilidades del pasado, lo cual hace precisamente más estéril la acción de los que han activado el coche bomba. Si nadie trata de rentabilizar el atentado o interpretarlo en función de sus posiciones políticas, los asesinos sólo son considerados asesinos y su tamaño y relevancia no superan la dimensión de la bomba que pusieron: mucha para todas las personas decentes, demasiada para Juan Manuel Piñuel, ninguna para el destino de un país desarrollado.

No sé cuánto durará la unidad democrática esbozada ayer -quizás hasta el momento en que el lehendakari Ibarretxe vuelva con su tabarra del derecho a decidir-, pero ha sido hermoso ver a los representantes de todas las fuerzas políticas comparecer juntos para leer un comunicado en el que se fijan como objetivo "derrotar definitivamente a ETA a través de la fuerza exclusiva del Estado de Derecho", observar a todos los representantes del pueblo guardar en pie un minuto de silencio, comprobar cómo los portavoces del PP, PNV y CiU renunciaban a sus preguntas de control del Gobierno, porque no era un día para controlar al Gobierno de la nación, sino para hacer piña en torno suyo y arroparlo en el propósito de acabar con los enemigos de la libertad.

Y es que, al final, se trata de eso, de la lucha de todos para que los vascos sean libres. El llamado problema vasco consiste en eso, en que muchos carecen de libertad porque unos cuantos se han arrogado el derecho a secuestrarla por un delirio fanático que no conduce a ninguna parte. Bueno, a una sí: a que Juan Manuel Piñuel, como ochocientos antes que él, hayan entregado su vida, y su viuda y su hijo hayan visto destrozadas las suyas. Por nada y para nada.

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