Los premios, ay, los premios en el cine son su inflexión de deporte, su pulsión de pasarela, la respiración metálica/matemática de la industria, todo para el público desavisado y niño que necesita deporte o pasarela, clasificaciones, colorido y prescriptores vistosos para asomarse a la cultura, el público, esa cosa amorfa, sospechosa y necesaria. Una persona puede tener criterio e independencia intelectual, el público lo que tiene es borreguismo y tiempo libre.

A esa cosa, el público, los premios le dicen lo que hay que ver y lo que es bueno, todo bajo la trampa de prestigio de ir creando mitologías (que son falsas, paupérrimas, pero al público le tranquiliza conectar con ellas) reforzadas por el tiempo y la repetición. Lo premiado adquiere una consagración, una marca de resistencia en la memoria colectiva, y el público cree o quiere creer que el reconocimiento se debe a la omnipotencia, la sabiduría, la independencia de un tribunal irreprochable, inefable, invisible y celeste. Los Oscar, los Goya son los premios que un colectivo profesional (dominado por las fuerzas productoras y financiadoras) se otorga a sí mismo, con todas las variables de intereses personales, empresariales, laborales y corporativos que puedan concebirse. Es curioso esto de los premios en el cine, que se han ido gremializando, regionalizando, multiplicando, pero es que una gala viste mucho y la prensa y el público pasan fácil por el aro.

La industria, en su respiración metálica, en su sístole supervivencial, apuesta cada año por una colección de obras y acaricia especialmente aquello destinado a ser visto y comentado por el público global. Este año el título de impacto masivo que nos han impuesto es La La Land, película de probeta, todo cálculo y estrategia, como si naciera (que nace, sin duda) de un estudio de mercado. Historia simplona y efectiva de talentos sin suerte, de almas erráticas que se encuentran, de romance y sueños de futuro, un revestimiento de prestigio bajo la fórmula de la recuperación de un género, una nostalgia indolora y blanca y un barnizado básico y sin costras para el público globalizado, todo en la coordenada mental, rosa y leve, del buenrollismo de época, película para un tiempo de edulcorantes, café sin cafeína, cerveza sin alcohol y novelas sin conflicto, simpática, decorativa, accesible, inofensiva, olvidable, tan difícil de amar como de demoler. No sabe uno si esta película está hecha pensando más en el Oscar o en Isabel Ambrosio.

Los premios, la cultura entre el deporte y la pasarela, el espectáculo como superestructura del arte, lo que hay que ver, lo que hay que leer, lo que hay que tuitear para que las cuentas de resultados de la industria sean aceptables y el año que viene nos cuele otro La La Land y otra novela de Dolores Redondo.

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