opinión

Manuel Gregorio González

Una poética del XX

PASADO el tiempo, no es fácil distinguir al Sábato escritor de aquel que presidió, a primeros de los 80, la Comisión sobre los desaparecidos en la Argentina. Al cabo, en la obra de Sábato, de enorme ambición intelectual, se sustanció la interacción del hombre y de la máquina, y en consencuencia, la vasta deshumanización que ello supuso, toda vez que la ciencia había sustituido a los viejos dioses de la Antigüedad por el celérico espejismo de la electricidad y el átomo. Así, no es ocioso recordar la condición de físico de Ernesto Sábato (trabajó en el Laboratorio Curie en los años 30), y tampoco su desafección al estalinismo de aquella hora, cuando ya empezaba a ser obvio que el signo de los tiempos, desde el gulag soviético a Mauthausen, sin olvidar la ominosa Escuela de Mecánica de Buenos Aires, varias décadas más tarde, había capacitado al ser humano para una nueva suerte de maldad, de incalculable eficacia: el exterminio preciso, mecanizado y masivo de sus congéneres.

Sábato, como no ignoran sus lectores, fue autor de tres novelas y de numerosos ensayos donde vino a evidenciarse, no sólo el azar político de la Argentina y su episodios más recientes, sino el proceso de extrañamiento, de enajenación, de un frío determinismo, que la tecnificación del globo había introducido en la Historia. No es casual, pues, que El túnel fuera publicada en el año 48, cuando ya se había publicado La familia de Pascual Duarte y estaban por publicarse El viaje al fin de la noche de Céline y el Molloy de Samuel Beckett. De hecho, fue el propio Camus quien propuso su inmediata traducción al francés, incluyéndolo así en la órbita intelectual del existencialismo de posguerra. Luego vendrían Sobre héroes y tumbas y Abaddon el exterminador, para cerrar esta abrumada trilogía sobre la desolación humana. Esas son, como ya se ha dicho, sus novelas. No obstante, conviene aclarar que la alienación argüida por Sábato no es una alinenación absoluta. Para Sábato, la soledad humana es consustancial al hombre; pero es la vertiginosa evolución científica operada desde el XVIII, quien faculta y precipita este ensimismamiento, esta objetivación del sujeto, hasta dar en la horrible perfección de las dos guerras mundiales y su fabuloso colofón de muertos.

Quizá no se ha insistido lo suficiente en que la enfermedad de Castel, protagonista de El túnel, es su implacable facultad lógica. Si este extraño drama culmina en crimen no es, en ningún caso, por el delirio irrazonable de su protagonista. Al contrario, María Iribarne muere por la irreprochable deducción, obsesiva y mezquina, de Castel, cuya capacidad para anudar indicios es, sobre espectacular, profundamente inhumana. En cualquier caso, El túnel no participa de de aquella humanidad aturdida, ambulatoria, estupefacta, de Camus y Beckett. La obra de Sábato es deudora de un problema crucial abierto por el Romanticismo: la dificultad de saber, la imposibilidad de decir cuanto de misterioso y leve habita el mundo. Ya a primeros del XX Von Hoffmannsthal resumió este problema en su famosa Carta de Lord Chandos. Pero antes había prefigurado el pensamiento de Novalis y de Goethe, de Chateaubriand y Heine, y en suma, de aquellos herederos de la Ilustración cuyo fulgor, el fulgor de la Razón, les resultó insuficiente.

No sabemos hasta qué punto es paradójico que alguien como Sábato, con un concepto tan desolado y amargo del ser humano, haya muerto a pocos días de cumplir cien años. Sí sabemos de cierto, sin embargo, que aquella amargura, que esta desolación, sigue siendo la nuestra.

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