Opinión

Francisco / Bocero

Nuestra memoria histórica

Los días que fueron de junio de 1808 forman parte, que nadie lo dude, del capítulo más importante de la historia contemporánea de Córdoba. Desde que el ejército francés se desplegó al amanecer del siete frente al puente de Alcolea y sobre el Guadalquivir, hasta que abandonó la ciudad al caer la noche del dieciséis, violentando a los cordobeses, sus almas y sus pertenencias, de forma desconocida en muchos siglos.

Hoy, cuando se cumple el bicentenario de aquellos días, y cuando se está celebrando en toda España, sin distingos ideológicos ni de partido, el bicentenario de aquella guerra, impulso colectivo que nos daba la libertad pero que rechazamos para colgarnos de las cadenas, eterno pueblo de amos y siervos, Córdoba celebra de manera oficiosa y discreta (no podía ser de otra manera) este bicentenario.

Es cierto que tampoco es cosa de reprochar dos siglos de amnesia común tan sólo liberada por un puñado de gentes que repararon en aquellos días desde la herencia histórica (los papeles de los conventos asaltados); los archivos municipales (Ortí Belmonte y su libro); los recuerdos personales (De las Casas Deza); la revisitación (Ramírez de Arellano); la literatura militar (demasiados ejemplos para poder enumerarlos aquí); las pinceladas de memoristas franceses (Thiers, Baste, Grivel o el belga Ramaeckers) y las contribuciones a esta conmemoración de quienes son conscientes de su auténtico significado y su enorme valor (una lista institucional y particular que, aún muy corta, no cabe en estas líneas).

Con la naturalidad debida, como sucede en el resto de Europa, acostumbrada hoy a patrimonializar su historia sin complejos ni olvidos casuales, estos días que fueron de hace doscientos años forman parte única de nuestra memoria histórica, la cordobesa, y la Historia es Cultura. Las dos, con mayúsculas.

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