Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

La matanza de focas

LA imagen es un corte en la garganta, te sacude el estómago, es casi un hachazo moral en plena nuca. La imagen, si resistes, es una guillotina para el párpado o nos convierte el párpado en cuchilla. Dejando a un lado el espectro de cursilería ecológica que puede desprender alguna postura extremada y radical en la defensa de los derechos de los animales, ver morir a golpes a una foca no es muy diferente de ver morir a un hombre. Para quien piense que este juicio es una exageración, un dolor verbal sobre la imagen, sólo hay que analizar las armas empleadas, el esfuerzo requerido y las consecuencias sobre el cuerpo: es a principios de temporada cuando en la costa noreste de Canadá, junto al Atlántico Norte, en la Península del Labrador, los cazadores tiran de la porra o de un pico afilado y contundente, de esos que despedazan el hielo más compacto, para destrozar los cráneos de las focas recién nacidas. Luego, unos meses más tarde, pasarán a usar el rifle para los ejemplares adultos, y también para los bebés que hayan sobrevivido al anterior exterminio.

Para matar a un hombre no es necesario mucho más, y si nos detenemos a oír los alaridos de dolor, a escuchar esas súplicas en un idioma ignoto, podríamos colegir que cualquier hombre, en circunstancia idéntica, aullaría también de miedo y de pavor. No en vano, cuando en 2001 un equipo independiente de veterinarios observó la cacería, para comprobar si se vulneraban las leyes básicas canadienses sobre bienestar animal, descubrieron que, como mínimo, el 42% de las focas habían sido despellejadas vivas, mientras mantenían la conciencia, en una carnicería despiadada de la que ningún otro animal sería capaz, excepto el hombre. En el mundo animal no existe el asesinato, sino la supervivencia. En el mundo del hombre, la muerte es sólo un uso comercial, ya sea en el mercadeo de las pieles, de los productos dietéticos o de los afrodisíacos, que todo ello se obtiene de las focas, o también de los fármacos, en la industria tabacalera o la bélica, que ya nos ha constado muchas guerras y alguna muy reciente e inconclusa.

Desde Canadá se argumenta que la matanza indiscriminada de focas es necesaria para proteger el bacalao, pero en 1994 dos científicos de su propio Gobierno concluyeron que la causa del descenso de la población de bacalao era la pesca. Sólo en 2001, en Canadá se otorgaron 11.185 licencias de cacería. Si se supera la cuota de animales asesinados que el Gobierno autoriza cada año, a continuación la eleva: la última ha sido de un millón de focas. Contra todo esto lucha la coalición internacional The Protect Seals Network, de la que es parte la Fundación Altarriba (www.altarriba.org), la única en español. Ahora, tú también puedes sumarte a su boicot.

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