INSISTO en que la cuchipanda japonesa de los líderes del G8 tras celebrar una cumbre sobre los problemas del mundo y dejarlos tal cual, con promesas vaporosas sin plazo ni objetivos concretos, es sólo un trasunto de la actitud habitual de los ciudadanos del mundo desarrollado. No sólo porque sean gobernantes electos, sino porque expresan -de modo más desvergonzado, ciertamente- lo que pensamos y lo que hacemos sus gobernados.

No creo, en efecto, que muchos hayan decidido cambiar tras haber visto ayer en su televisor de plasma, a la hora del almuerzo, las imágenes de la tragedia renovada de las pateras en las costas de Granada y Almería. Unos instantes de fugaz compasión, a lo más un nudo efímero en la garganta, y a seguir en los asuntos y afanes de cada día, preparando tal vez las vacaciones de verano, en la seguridad tranquilizadora de que el drama no tiene remedio y seguirá por mucho tiempo golpeándonos una conciencia por muchos motivos anestesiada y versátil.

El súmmum de esta contradicción es la extensión veraniega de las fiestas caritativas y benéficas por todos los rincones y con todos los pretextos, como señalaba ayer Antonio Burgos en la competencia. Ya no son las antiguas damas del ropero, expresivas de una religiosidad clasista, pero efectiva, sino gente moderna -modelna, si lo prefieren- y viajada, adscrita a las nuevas religiones laicas del progresismo de diseño, quienes protagonizan unos saraos espléndidos y posan para los periódicos con sus mejores galas informales y sus laboriosos bronceados, pero siempre por una buena causa. Por el hambre de África, los niños enfermos de sida o la salvación de las especies en peligro de extinción. Copas por Etiopía era el lema de uno de estos jolgorios que casualmente contemplé en una terraza nocturna hace días. No se puede resumir mejor: risas, diversión y tragos hasta el amanecer, pero sin frivolidad ni descompromiso. Por los hambrientos de uno de los países con más hambre del planeta. (Y el caso es que seguramente algunos niños etíopes comerán una temporada a cuenta de la fiesta, pero ése no es el tema).

Estos autoagasajos, sobre todo bajo la fórmula de galas y cenas, eran antes privativos de la Marbella glamourosa del pregilismo, que llegó incluso a acuñar un término -gunileo- como el símbolo de esta beneficencia saltarina y cuché. Ahora circula por todos los andurriales del verano. Nadie se priva de adornar su temporada estival con una fiestecita en favor de los pobres lejanos, aunque a veces, a la orilla del mar, la música tal vez se interrumpa y el encanto se disuelva si aparecen unos náufragos que resultan ser unos etíopes que han querido dejar de ser lejanos y sumarse al baile.

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