LA rebelión de los transportistas, que ya tiene un muerto y varios heridos graves a sus espaldas, está logrando cristalizar todo el malestar social acumulado en los últimos meses. Hay cabreo específico contra los camioneros, y también cabreo genérico contra el Gobierno. Incluso más allá de lo razonable, porque no se le puede exigir a Zapatero que baje los precios del petróleo. En realidad, se le ajustan cuentas por otras inactividades. En pocas palabras: por negar la evidencia de la crisis que atravesamos. Ya no puede presumir de estar conectado con la calle.

Una calle que tampoco ayuda mucho. La psicosis de guerra y escasez es la que está vaciando los supermercados aun antes de que se generalicen los problemas de desabastecimiento si la huelga continúa. Mejor dicho, la falsa huelga. Recordando cierta comedia, ¿por qué le llaman huelga cuando quieren decir paro patronal? Lo explica bien el catedrático Ojeda Avilés en la tribuna de la página siguiente. Hay huelga cuando los trabajadores cesan su actividad laboral, pero los transportistas no sólo dejan de trabajar ellos, sino que tratan de impedir que otros transportistas sí trabajen y colocan sus camiones en la carretera para bloquear la circulación de los ciudadanos ajenos al sector. En este caso es más relevante la movilización que el paro en sí, más destacados los efectos del piquete pretendidamente informativo que los de un conflicto puramente sectorial.

Tampoco es una huelga del transporte, puesto que la mayoría de los profesionales se agrupan en una patronal que no está participando en la pelea y que ha llegado a un acuerdo con el Gobierno, siendo bastante minoritarias las dos patronales que lideran la lucha. Finalmente, las exigencias de los camioneros no se dirigen hacia el patrón que les emplea -los clientes que les contratan para llevar sus mercancías-, sino hacia el patrón Estado, al que reivindican una serie de mejoras en sus condiciones de trabajo. Todo resulta atípico, excepto la tantas veces contrastada capacidad de estos sectores para poner patas arriba a un país entero.

Para acabar de enredarlo todo, el Gobierno anda emparedado: si no cede ante los huelguistas de esta falsa huelga, la situación puede desembocar en un colapso nacional; si cede, que se prepare para la cascada de movilizaciones de otros sectores afectados también por los precios del petróleo. El caso es que la parte sustancial de lo que reclaman los transportistas (fiscalidad del gasóleo e imposición de tarifas mínimas) el Gobierno no puede satisfacerla desobedeciendo a la Unión Europea. Y en los ataques a la libre circulación de personas y mercancías que se están produciendo, cada día con mayor virulencia, el Gobierno ha reaccionado tarde.

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