Hace unas semanas, no sé si pudieron echarle un vistazo, proclamé una falsa confesión en el título de esta columna: soy un facha, rezaba. Que no es cierto, que ya, ¿qué me van a contar? Pero lo hice como ejercicio desesperado ante la rampante tontería que tenemos que padecer quienes defendemos el régimen democrático y constitucional que nos dimos hace unos años ya. Para ser realistas, que nos dieron, porque, como muchos otros, entonces yo no tenía ni edad ni condición para darme nada, sino que lo recibimos dado por quienes con mucha ambición, acierto y bastante suerte, soñaron que un país triste, gris y sometido podría construirse con éxito.

Triste, gris y sometido lo era porque, hasta tal día como hoy, pero en el 75, quien era jefe del Estado no abandonó este mundo. Franco sostuvo con mano dura un régimen totalitario que la Transición superó, no de forma inmediata, sino progresiva. La dictadura franquista, cruel como pocas, aunque adormecida en su juicio por una revisión histórica demasiado amable en ocasiones, no merece ser rescatada del pozo infame donde debe quedar situada para siempre, pero la sucesión de gestos y de gestas que nos trajeron como país de allí hasta aquí tampoco merecen ser vapuleadas con la frivolidad y ligereza de aquellos a los que este sistema democrático no les sirve.

La machacona repetición del supuesto agotamiento de nuestro sistema constitucional, de la insuficiencia del modelo autonómico, de que todo lo que ha costado mucho esfuerzo alcanzar ya no es bastante, con todos sus errores, no debe ser útil para ubicar a quienes nos identificamos con los valores democráticos actuales, incluso desde una percepción crítica, como defensores del sistema liberticida que esta democracia enterró. Lo que aquí se hizo fue acabar con el franquismo, no perpetuarlo. Por eso no somos fachas los que defendemos el espíritu y los logros de la Transición.

Esto que he escrito, si se preguntara a cualquiera que el 20-N de 1975 no estuviera velando la capilla ardiente de Franco, sino ilusionado por la perspectiva de futuro que se abría al país entero, en un momento donde cabía aún lo mejor y lo peor de nuestra historia, sería contestado sin la menor duda. Los que lucharon contra Franco y aún viven deben alucinar cuando hoy, 20-N de 2017, son cuestionados en sus convicciones si no corean los delicados mantras del "esto no nos vale", "son presos políticos", "aquí se violan sistemáticamente los derechos humanos", "son unos fachas". Ellos, unos verdaderos héroes. Yo no estuve en el entierro de Franco. Yo o voté la Constitución. Pero no habría estado y la habría votado. Me siento orgulloso de esa parte de la historia de mi país, que supo conquistar la libertad hasta para los incautos que hoy la golpean. La reivindico. Porque para no ser facha, no es preciso mentir.

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