Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

La estrecha mascarada

VIVIMOS una estrecha mascarada, adoptamos por máscara la piel de un sujeto exento de nosotros. Mueren veinticinco mil personas en Birmania y a nosotros nos preocupa, nos desangra el tejido y la cartera, la subida del precio del arroz. En Birmania no hay ni arroz, ni en Birmania hay infraestructuras, en Birmania, por no haber, ni siquiera hay un Gobierno decente al que poder dirigir una crítica dura por real, y por real efectiva. En España, mientras tanto, los telediarios nos asombran con sendos reportajes, realizados en directo desde varios mercados de barrio de distintas ciudades españolas, con la gente haciendo la compra y quejándose del aumento del precio del pescado, del de la carne en general y, en la verdura, de la duplicación del precio del pimiento morrón y del incremento en casi un euro del limón.

Esto es lo que importa, lo que incide en el ánimo y colapsa cada sala de espera del psicólogo, lo que deprime al fin al ciudadano español medio, que apenas puede ya con la hipoteca y con el incisivo aumento de los precios. Responderán algunos, con razón, que a cada uno importan sus problemas, y que el problema íntimo supera cualquiera que le venga desde fuera, especialmente si está protagonizado por otros. Por eso, precisamente por eso, lo que vivimos es una mascarada, estrecha por dejarnos los márgenes de realidad acotados en una preocupación infantil y egoísta, castrada y castradora, que sólo nace y muere en uno mismo. Nos hemos creído la falacia de la sociedad de la intercomunicación, de la interrelación, hemos desarrollado tesis doctorales con base en nuevos conceptos efectivos en la empresa, como por ejemplo la "sinergia", y hasta hay escritores muy mañosos que miran Internet, además de cómo realidad inapelable, como nuevo bastión articulado de ese nuevo mundo indescifrable, como si el mundo no fuera, en realidad, el mismo que contaban los novelistas rusos, con su misma pulsión de miedo y sangre. Creemos que la vida es otra vida pero siguen muriendo los birmanos a miles de kilómetros de aquí. La diferencia es que ahora lo sabemos casi en el mismo instante en que ellos mueren, que no nos enteramos por medio del telégrafo y que podemos contemplar el siniestro espectáculo en directo desde el mismo sillón en que cenamos. Sin embargo, este conocimiento quizá no nos convierta en más humanos, quizá hasta nos distancia del dolor.

Mueren veinticinco mil birmanos y aquí estamos en otra, y miramos las noticias como quien ve una película violenta: cambiando de canal, sin angustiarse, que venimos cansados del trabajo y no es cuestión de sufrir con lo de otros. Y en esto estamos todos igualados: yo mismo, cuando escriba el final de esta columna, dejaré de pensar en los birmanos.

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