Una de las cosas buenas que tiene el descanso es justo eso, que descansas. Las cabezas, tal como están las cosas, tan sesudas, tan surrealistas a veces, tienen que tomarse una pausa, porque, si no, podrían convertirse en esclavas de una reflexión demasiado continuada en el tiempo y, al final, no sería conveniente. Del mucho pensar para querer poner en pie una idea que emborrone un folio en blanco hay que huir también, de vez en cuando, para alterar las rutinas. Cuando, entre paseo y paseo de la semana que se acaba, buscaba un tema para escribir hoy, se me vinieron a la mente algunas opciones serias. Cerca, sobre el espanto de la ocultación de los trozos de calle y de vida que no podía contemplar andando normalmente; lejos, sobre el esperpento de los tipos fugados que son retenidos para poder saldar alguna cuenta; también, de la vergüenza que producen los seguidores exaltados del sujeto en cuestión cuando impiden, violentos, a los demás, normalitos y tranquilos, su disfrute cotidiano, eso sí, con sus irónicos lacitos amarillo piolín.

Si de realismo se trataba, había veta bastante con el mágico que propusieron los ministros y las presidentas, por poner ejemplos, dándose un baño de pública dimensión al exhibir sin mesura su íntima fe concreta: la tengan o la simulen, es curioso que le roben foco hasta a los protagonistas ciertos del acontecimiento y, ya puestos, que canten tan mal. Si me daba por ponerme místico, también me podría haber dejado caer con una visión personal, de esas raras e introspectivas, un poquito crípticas, que tanto confunden a mis escasos fieles, sobre el sentido de estos días, ya por verse resucitado, ya por verse reconstruido. Qué se yo: del dulce y del amargor, de la pasión y del tránsito, de la humildad y del oropel, del amor y de las armas.

Me he negado y aquí estoy, contando esto, que no es mucho, o quizás no sea poco. Es lo que quería hacer hoy. Casi siempre se espera que hagamos lo que debemos y es bueno desquitarse, así, sin avisar, de sopetón. Como quien es vegetariano por convicción meditada, hace desde temprano lo que debe con entereza, se encuentra con un rato de más y disfruta de un pequeño homenaje de asueto y de sol en un día corriente, y se pierde adrede en el underground menos esperable de una ciudad conocida. Mientras suena la cara b de una charla estimulante, una codorniz soberbia, ya cadáver, mártir en la brasa, lo mira de frente, generándole una culpable salivación refleja. En esos momentos, las buenas personas necesitan una excusa suficiente: "¡No temas, hermano! Es solo un cogollo distinto. Es cogolliz. Sí puedes". Y ahí acaba la historia. Con risas. O empieza, porque la libertad de elevarse sobre la tontería ajena que nos somete, impulsado porque sí desde otra tontería propia porque queremos, es una manifestación de poderío. A pesar de todos, en nuestro favor.

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