Los dueños de las fiestas

A lo largo de toda la historia los poderes eclesiásticos y civiles han intentado controlar los ritos de celebración

La imagen que en principio proyectan las que genéricamente podemos llamar ferias y fiestas difiere en mucho de lo que encierran en su seno y en su sentido. Como ya se ha recordado en otra ocasión, en un cuento de Don Juan Manuel se narra que había en Córdoba un rey moro llamado Alhakem que solo se ocupaba de "comer, folgar et estar en su casa vicioso". De la misma forma que de Juan II decía Fernán P. de Guzmán, que nunca fue "industrioso ni diligente en la gobernación de su reyno". Cuentecillos que contraponen las obligaciones del trabajo a la holganza, mientras que, por ejemplo, en el imperio romano, "había un tiempo para cada cosa y el placer no era menos legítimo que la virtud", asegura Paul Veyne, en este caso con la incompatibilidad entre la virtud y el placer, por la declaración implícita de que este pueda encerrar modales virtuosos.

En estas y otras incontables referencias puede apreciarse el trasfondo ideológico que las ferias y fiestas, las diversiones en general, arrastran. Porque, no siendo estas actividades y prestezas un fleco marginal en la vida del hombre sino una parte esencial de su naturaleza y de su existencia, ofrecen un interés extremo a todos los poderes que, a la vista de sus ventajas y beneficios, se esfuerzan en ejercer su dominio. Mientras simulan un ambiente suave, son un terreno muy propicio para sufrir controles, sobre todo de conciencia.

A lo largo de toda la historia y todas las civilizaciones, los poderes públicos civiles y los eclesiásticos, en armonía en determinadas ocasiones, han intentado controlar los ritos de celebración. En nuestro país, en los últimos siglos, ha sido notorio el poderío que han tratado de ejercer, en especial de las comedias (sobre lo que hay una pasmosa literatura de datos), incluso aplicando el tribunal de la Inquisición. Como dice el discreto Domínguez Ortiz, "manejando el entenebrecimiento del horizonte vital y un concepto apocalíptico del mundo favorecido por eclesiásticos más celosos que discretos, que veían pecados en las más inocentes ocasiones de diversión, bien secundados por miembros de las oligarquías urbanas dueños de los municipios y partícipes de sus ideas". Como el ridículo y casi estrafalario intento sobre el Halloween y, en estos días, tratando de imponer una única lectura de la Navidad en lugar de dejar que cada uno cree la suya propia: religiosa, solidaria o consumista.

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