Una noche sin redes para el cáliz de la música, unas manos impares para el sonido y sus dones, una leva de azules en el margen del siglo, un compás extraviado en las rutas de vuelta. Como en un amor de alas recientes, como en un viaje hacia la soberanía de las voces, como en una generosidad de cadencia y belicismo se asocian el violonchelo de Asier Polo y el piano de Marta Zabaleta, que han grabado un disco para IBS Classical en el que recogen la Sonata en la mayor de César Franck, originalmente para piano y violín, pieza fundamental en la historia de la música de cámara francesa, muy del gusto de Proust. La sonata se dirime en el ámbito intraducible en que la delicadeza es fuego y al contrario. Blanca Calvo hace de su arranque una descripción sin enmienda posible: "El piano mece, terciopelo puro, la entrada del violonchelo, casi como una madre protectora. Oímos entonces un violonchelo meditativo, pareciera que despierta a la vida. Intuimos que no vamos a encontrar pudor en la expresión de este relato, y la sonata se alza rica, reflexiva y expandida al tiempo, abierta a mil colores. Los músicos comparten la misma dulzura sonora, la misma manera de abrazar la fragilidad, la misma valentía al bucear en el interior". La obra es una invasión de plasticidades en dirección hacia cúpulas fingidas.

Hay en Rachmaninov, anota Calvo, "amor por cada nota, por cada silencio, por cada respiración". Estamos en el Andante de su Sonata para violonchelo y piano en sol menor, op. 19. La melancolía era esto. Es una música como de cauces impugnados, como un clamor leve de cereales en las antesalas líricas de la memoria, como una arcilla de niños callados en la perversión de sentirse infinitos. Hacia qué regiones, hacia qué color, hacia qué útero vuela o navega esta música que es como una indagación en las formas del sentido o en el sentido de las formas, un lenguaje de cráteres abismados en las máscaras redentoras de la luz. Una noche sin redes para los cálices de junio, unas manos pretéritas para los dones del sonido, una melodía en la sumisión de la caricia, deplorando el pacto de las edades y las perplejidades impuestas. Un tejido como una ecuación para la madrugada y su música, para el verano y su embuste, para emociones de extrarradio que nunca culminaron un vértigo, que saben los nombres de la herida y la dirección del fracaso. Una nota que salva, un acorde que indulta.

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