jOAQUINA / FERNÁNDEZ MONTUENGA

Un avestruz con mil cabezas

NI por asomo pueden imaginarlo, no con la magnitud que tiene en realidad. Por eso sueltan perlas como estas: "¿Respirar mal? ¿Eso existe? ¡Bah! Seguro que es un problema psicológico. Tendrán ansiedad, histeria…. ¡qué sé yo! Siempre se ha dicho que los adultos hemos perdido el hábito de conducir el aire hasta el diafragma. Nada que no se pueda resolver con unas buenas clases de yoga. ¡Respirar mal! ¡Qué estupidez! Además, digo yo. ¿Qué tendrá eso que ver con el tabaco? Parece que disfrutan fastidiando a los pobres fumadores. No son más que unos tristes que no saben disfrutar de la vida y se vengan de nosotros de esa forma".

Hace años que asisto con estupor a estos alardes de ignorancia. Lo malo es que no es patrimonio de unos pocos, que hasta los no fumadores defienden estos argumentos. Y lo que roza ya lo demencial es que incluso los propios afectados de enfermedades respiratorias, oncológicas o cardiovasculares -no todos, naturalmente, pero sí un significativo porcentaje- así como sus allegados, se revuelven como si les arrojasen encima agua caliente cada vez que la cuestión del tabaco sale a relucir.

La perversa ley del silencio, así llamo yo a tal estado de cosas. Al hecho de enseñar la mano que contiene la ficha, abriéndola a medias, haciendo creer que está vacía, igual que hacían los trileros en sus mesas portátiles. Los poderes públicos no mueven un dedo para ilustrar al ciudadano. Han prohibido fumar en los establecimientos cerrados, sí, pero dejando traslucir, junto a cierta mala conciencia, la sibilina idea de que han recibido presiones nadie sabe de quién. O eso es lo que han conseguido que piense la gente, no sé si a propósito o no. Además, se cubren las espaldas con equívocos carteles en los paquetes de cigarrillos que, con su inexplicada contundencia, no convencen a nadie. Porque, no nos equivoquemos, los letreros están ahí para prevenir potenciales denuncias de enfermos o sus familias, no para disuadir a nadie de fumar.

Es obvio que, si de verdad quisieran conseguirlo, en lugar de ineficaces amenazas se realizarían sólidas campañas publicitarias, reportajes divulgativos -como se hace para erradicar en lo posible los accidentes de tráfico-, los profesionales harían pedagogía en prensa, además de explicarse en la pantalla directamente y con toda claridad. No veo nada de esto. Mientras tanto, mueren anualmente 18.000 afectados de EPOC, solo en España, de ese millón largo que no deja de incrementarse. Más angustioso aún, si cabe, es que el 70% de ellos no está diagnosticado y que transcurren décadas hasta que la enfermedad da la cara por fin. Y para entonces se encuentra tan avanzada que la calidad de (lo que queda de) vida resulta de lo más precario.

Resumiendo, no se practica una terapia preventiva quizá porque no conviene, quizá porque las medidas divulgativas alertarían a los fumadores teóricamente sanos de que la EPOC también les acecha a ellos, de que podría encontrarse silenciosamente agazapada en sus bronquios, de qué es lo que les espera en el futuro si por desgracia el diagnóstico llegara a confirmarse; quizá también porque, después de esas advertencias, las deserciones del tabaco serían, si no masivas, sí infinitamente más abundantes de lo que conviene a las tabacaleras.

¿En qué mundo vivimos?

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