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Palabras prestadas

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El archivo no existe

UNOS ruidos extraños se apoderan del ordenador. Como si se hubiera colado un enano con una ametralladora. Tu primera reacción como homínido es la de esconderte debajo de una piedra, salir corriendo, proteger a tus hijos y llamar a la policía. Pero está ahí, y te mira, como un felino amenazante. "Reinícialo", te diría el amigo informático, que es como el remedio casero, "pégate una ducha y luego vienes más tranquilo". Casi siempre funciona. No en este caso. Por un sexto sentido, mi mujer me invita a ir guardándolo todo en un disco duro externo.

Piensas en todo. Ahí tienes toda tu vida en los últimos años. Poemas, fotos, recortes de prensa, artículos, todo lo que guardas y le tienes aprecio. Abrir la carpeta de mis imágenes es recorrer tu vida desde la boda, el primer embarazo, los primeros pasos, el primer cumpleaños. Y luego el segundo, con su cara colorada, las postales del verano, con los abuelos, la vida tomada en primer plano. Poco a poco vas guardando los archivos, con más prisa que orden. Luego los apuntes de Cristina, los poemas, más fotos, y llega un momento en que algo se quiebra por dentro.

El barco se hunde. Los archivos que quedaron en la nave a la deriva reclaman más botes salvavidas, pero el tiempo se ha acabado para ellos. Cuentos terminados, versiones de poemas, artículos y pequeños ensayosý todo a la deriva. Entonces te encomiendas al patrón de los informáticos, y piensas, bueno, ellos pueden hacerlo. Pero es inútil. Nada más llegar te dicen que será muy difícil, como al enfermo que llega en coma, muerte cerebral, no hay nada que hacer. Sólo un milagro. Y este no llega. "¿Tendrá copia de seguridad?" No sé si responder o darme cabezazos contra la pared. Aún no sé qué habré recuperado de un naufragio que te sorprende un sábado por la noche, con los niños sin cenar, y con un largísimo domingo para lamentarme. Y un lunes de informáticos con cara de póquer.

Enciendo el equipo con su nuevo disco duro. Como una casa vacía intento darle el aspecto familiar que antes tenía. El mismo salvapantallas, la misma configuración, el mismo tipo de letra. Pero abro mis documentos y todo está vacío. Vuelco lo poco que he salvado, las fotos de los niños, y unos textos antiguos que poco me interesan. Es como si el destino me hubiese reservado este borrón y cuenta nueva. Como si después de escribir un libro alguien me amenazara en convertirme en estatua de sal. Como si me dijera que todo lo que hice nada importa: ahora sólo queda futuro.

La capacidad de este nuevo disco duro es cuatro veces la del anterior. Casi hace hueco por el vacío que se respira. Los megas están intactos esperando que los llene de palabras. Es como si hubiera vaciado los cajones de mi escritorio y hubiera esparcido todos los papeles por la calle. Como si hubiera quemado en el fuego todo lo que he hecho hasta ahora.

Quiero pensar que esto es una señal de que empiezo a escribir un nuevo libro, aunque tenga algunos años de sequía por delante. Porque un escritor está siempre insatisfecho. Cuando no escribe porque no escribe. Cuando lo hace, porque no está seguro. Cuando publica porque ya no le pertenece, y porque tiene la ansiedad de qué va a escribir al día siguiente. Perra profesión ésta de las palabras. Pero es lo mejor que sé hacer, ya que no tengo talento para los negocios. Y quizá tampoco para la informática. Porque pasan los años y me sigo sintiendo desnudo cuando le doy a guardar y no sé dónde se vierte toda esa información. Debe haber algo mágico que desconocemos.

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