En el tejado

F.J. Cantador

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El amigo de la sonrisa eterna

Querido Pedro: ¿qué te voy a decir? si se me hace difícil juntar letras para dedicarte lo que pretende ser una humilde despedida. Cuando me comunicaron lo de tu partida, hace unos días, volví a sentir en lo más profundo cómo algo se muere en el alma cuando un amigo se va, en tu caso, el amigo de la eterna sonrisa. Ni siquiera sabía que estabas enfermo, que la vida se te iba escapando poco a poco mientras te acercabas a esa inmortalidad, de la que estabas más que convencido, que Dios le reserva al ser humano, esa inmortalidad en la que hace años que te esperaba Aurelia, tu mujer, tu compañera, una persona que se marchó también muy joven, como tú.

Amigo Pedro, prácticamente éramos de distinta generación, pero como si fuéramos de la misma. ¿Recuerdas cuánto tiempo hace que nos conocíamos? porque yo ya he perdido la cuenta. Muy lejos quedan ya aquellos tiempos en los que acudía casi a diario, siendo aún un niño, con mi padre a la imprenta Buenestado, en Hinojosa del Duque, que entonces regentaba tu padre y en la que tú, ya pasada la adolescencia, también juntabas letras junto a ese chaval que trabajaba para vosotros, Antoñito. Eran tiempos de los que tampoco olvido aquellas historias que contabas sobre tus hazañas musicales en aquel grupo al que tú y tres amigos hinojoseños tuyos llamasteis Los Tollings, en honor a los Rolling Stones, cuando más bien sonabais a una especie de sesenteros Brincos colodros.

Siempre que nos recibías a mi y a mi padre, tu amigo Anterito (como le llamabas), lo hacías con esa eterna sonrisa, y no olvido a modo de anécdota cómo muchas eran las veces en las que me preguntabas, porque sabías que me incomodaba, aquello de ¿a que no sabes por qué a los de Belalcázar os llaman zorrunos?, para después autocontestarte con aquello otro de "porque una de las veces que llevabais a la patrona, la Virgen de la Alcantarilla, desde la ermita hasta el pueblo os salió una zorra y salisteis a correr detrás de ella dejando a la Virgen en el suelo". Genio y figura, amigo. Y también recuerdo, aunque vagamente por los años, la gran ilusión que despertaron en ti los nacimientos de tus hijas, Carmen María y Mari Paz.

Luego la vida nos separó y nos volvimos años después a encontrar haciendo un camino en el que yo estaba convencido de que si tú lo habías emprendido junto a esa bellísima persona que fue el sacerdote Antonio Cortés -amigo tuyo y de mi padre- no podía nada más que ser bueno. En ese camino te acompañé casi una década, disfrutando de tu humildad, honestidad y bondad y, también, como no, de tu eterna sonrisa. En ese caminar, compartimos muy buenos y muy malos momentos, y siempre como hermanos, porque siempre te consideraré como a un hermano.

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