Los de abajo

El pueblo no es una categoría abstracta a la que tenga que amoldarse la gente de verdad

Apropósito de las revueltas del 68, cuyo alcance y significación siguen siendo controvertidos medio siglo después de que los estudiantes parisinos estuvieran a punto de derribar la Quinta República, se han recordado estos días los famosos versos en los que Pasolini, siempre radicalmente libre y por ello ajeno a los posicionamientos previsibles, dijo simpatizar antes con los policías, "hijos de pobres", que con los universitarios en los que veía la clásica arrogancia pequeñoburguesa. No fue la única ocasión en la que el gran poeta, pensador y cineasta italiano se apartó de las consignas de una izquierda para la que su discurso, que no se prestaba a ninguna clase de obediencia, acabó siendo incómodo, de modo que al final, como les suele ocurrir a quienes no se someten a los dogmas, terminó confinado en una tierra de nadie.

En tanto que heredera encubierta del despotismo ilustrado, cierta izquierda exquisita dice hablar en nombre de un pueblo del que en el fondo desconfía o hacia el que muestra, a la menor oportunidad, un desprecio indisimulado. Los mismos estudiantes de mayo que decían defender, entre otras, la causa del proletariado, mostraron su desdén hacia los obreros que no veían clara -sigue sin estarlo- la deriva revolucionaria. Puede que aquellos tuvieran motivos para sentirse traicionados cuando estos abandonaron la huelga general -la mayor de la historia de Francia- a cambio de importantes mejoras salariales, pero en todo caso es indudable que el idealismo, por así llamarlo, de las aulas, no casa demasiado bien con la vida de los suburbios y que quienes habitan en ellos no tienen tiempo para discusiones bizantinas.

Las elevadas palabras que logran su efecto en una asamblea de veinteañeros pueden no servir ante auditorios más curtidos o menos crédulos. O no tan sofisticados. Y el pueblo, por otra parte, no es una categoría abstracta a la que tenga que amoldarse la gente de verdad, con nombres y apellidos y trabajos y días no reducibles a un estereotipo de conveniencia. Algo de este menosprecio subsiste en nuestros jóvenes politólogos, tan urbanos y elocuentes, cuando se refieren a los segmentos de población que no los han apoyado, por edad o geografía -si el campo se les resiste hablan de voto cautivo- pero también, aunque parezca mentira, por una diferencia de formación o de clase, que no viene dada sólo por la procedencia sino también por la posición que se ocupa. De poco les servirá la oratoria si los de abajo, poco dados a las filigranas retóricas, no reconocen como suyos a quienes dicen hablar en su nombre.

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