ES su congreso, nunca el PSOE ha celebrado un congreso más sereno, con un resultado más previsible. No hay dudas sobre el nombre del secretario general, tampoco sobre el presidente, ni siquiera sobre el secretario de Organización. Todo está atado y bien atado desde el pasado mes de marzo, cuando Zapatero revalidó su triunfo en las urnas y puso vaselina en las rozaduras que provocaban algunos sectores del PSOE desencantados por los modos y maneras del presidente. El 9-M lo arregló todo, se quedaron atrás los recelos y el congreso de este fin de semana es para mayor gloria y honor de Zapatero, de ZP, que vive su momento más dulce.

Su momento más dulce desde el punto de vista del partido, recuperó el poder después de ocho años de gobierno de Aznar y ahora mismo nadie le cuestiona porque no conviene cuestionarlo. Cosa distinta es que la percepción de los ciudadanos coincida con la de la dirección socialista, que no es precisamente el caso. Mal que le pese a un Zapatero que en su segunda legislatura comienza a sufrir el habitual síndrome de La Moncloa -se cree en posesión de la verdad, marca distancias con sus semejantes, tiende a ningunear al adversario- si sale a la calle no recibirá tantos aplausos como le esperan mañana en la sesión de clausura: acaba de ganar unas elecciones que indican que cuenta con más respaldo popular que los otros candidatos, pero los españoles están lejos de sentirse a gusto con su presidente, y mucho menos orgullosos de él.

La primera razón es precisamente su decisión de no admitir que fuera de La Moncloa hace mucho frío, los problemas son muy graves y la mayoría de los españoles viven angustiados ante un futuro incierto. La segunda, que habrían preferido un presidente que reconociera la gravedad de la situación y, a continuación, advirtiese a los ciudadanos que no tuvieran cuidado, que está haciendo todo lo posible para pasar página cuanto ante unos años negros, y que toma medidas para que la crisis no se convierta en asfixiante. Pero, en lugar de eso, encuentran un hombre empecinado en no admitir la realidad, obsesionado con las cuestiones semánticas, tan pagado de sí mismo que se niega a admitir el menor fallo de gestión y que además se mantiene en su actitud demagógica de dar solución a los problemas tirando del supuesto superávit.

ZP saldrá del congreso de su partido en olor de multitudes y con el ego en superlativo. Pero los aplausos no podrán ocultar la realidad: su partido se encuentra muy solo, el Gobierno da muestras de desorientación en sus primeras semanas de andadura, el principal partido de la oposición ha encontrado su sitio tras unos meses de agonía, y en la calle se pone en cuestión la capacidad de ZP para sacarnos de la crisis. No es oro todo lo que reluce.

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