Ultras

El caso de los Biris es un claro ejemplo de la deriva de aquellos grupos de animación de los lejanos setenta

Los que llevamos yendo cada domingo al campo del Sevilla desde casi antes de tener uso de razón tenemos un sentimiento de cercanía con la Peña Biri-Biri, que así se llamaba cuando se fundó a mediados de los setenta en honor del exótico y carismático delantero gambiano. Eran otros tiempos, ciertamente, y desde el primer momento aquella gente joven que se ponía detrás de la portería de gol norte se caracterizaba sobre todo por su alegría y animación en contraste con el resto del público, más bien altivo y protestón, como corresponde a la imagen de club señero venido a menos, como las familias nobles que apenas conservan la fachada del palacio, que nos trasladaban nuestros mayores.

Casi todos, de alguna manera, hemos tenido alguna relación con los Biris. Hemos asistido a algún partido con ellos de pie, intentando ver algo a través de aquella nube de bufandas y banderas; hemos coreado por lo bajini en casa sus cancioncillas ocurrentes; hemos tenido amigos allí dentro que nos contaban las anécdotas más (o menos) graciosas de sus viajes. Por eso ahora, cuando el propio club prohíbe pancartas con su nombre dentro del estadio, tenemos un sentimiento contradictorio entre los buenos recuerdos de antaño y el respeto al orden público, que como es obvio siempre debe primar.

El caso de los Biris es un claro ejemplo de la deriva de aquellos grupos de animación de los lejanos setenta hacia la irrupción del fenómeno ultra a mediados de los ochenta que representaron mejor que nadie los Ultras Sur. De los cánticos enfrentados con la peña el Chupe sin atisbo de violencia (algún bético tendrá que contar el tránsito hacia los llamados Supporters, horroroso nombre) se pasó casi sin tiempo a las peleas y agresiones. Junto a su faceta animadora sin comparación, han menudeado más de la cuenta episodios delictivos, incluso con variantes políticas, que han terminado por arrumbar su débil posición ante las instituciones, con el siniestro colofón del apuñalamiento de un aficionado italiano antes de un partido de Champions.

En un fútbol cada vez más centrado en el negocio de la televisión y el marketing, donde la imagen y el fair play cotizan al alza, poco hueco queda para la violencia, aunque sea verbal. Y si ya uno casi ni puede desahogarse con el niñato de Sergio Ramos, no hace falta ser muy perspicaz para concluir que los grupos ultras como tales están destinados a la desaparición.

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