Sibila

En el cuadro de Anglada Camarasa los misterios ya no son misterios deletéreos, sino enigmas cifrados de la carne

Buenos cuadros de Anglada Camarasa en el Caixafórum Sevilla. De entre ellos cabe destacar, al menos, tres. Un misterioso Nocturno, una vívida versión de Sodoma y Gomorra, y La sibila que pintó en 1913. Todos ellos recogen, de algún modo, aquella hora simbolista donde lo sagrado y lo terrible, El pecado y la noche de Hoyos y Vinent, se dieron violentamente la mano. Aun así, es en La sibila donde esta oscura ambivalencia, y aquella carnalidad homicida que Wilde y Gustave Moreau atribuyeron a Salomé, adquieren toda su eficacia. En la sibila de Anglada Camarasa, sin embargo, los misterios ya no son misterios deletéreos, sino enigmas cifrados de la carne. Y sus augurios, su escalofrío profético, acaso no vayan más allá de una inmediata consunción de los cuerpos.

En esta obra de Anglada, la sibila es la portadora, la médium, la trasmisora de un secreto. Un secreto que no excluye el crimen, pero que lleva inserto, como la marca de Caín, la huella calcinante de lo sacro. Erika Bornay ha explicado con solvencia esta imagen amenazadora, febril, hondamente sexuada de la mujer, en el entresiglo europeo. Y ha relacionado dicha conversión en símbolo (la mujer como sacerdotisa de unos ritos, como depositaria de unas fuerzas que la modernidad y el siglo desconocen), con su acceso al trabajo. Para Bornay, pues, fue el sufragismo, y los movimientos emancipatorios del XIX-XX, los que desplazaron la imagen de la feminidad desde aquel dulce no hacer nada del Romanticismo, a esa hostilidad enigmática y sagrada donde la sitúa, no sólo Anglada Camarasa, sino Conrad, Valle y el propio Sacher-Masoch de La Venus de las pieles. Que esto fuera así, realmente; que tal cambio fuera atribuible a las reivindicaciones sociales, es quizá más opinable. Sí parece claro, en cualquier caso, que en la segunda mitad del XIX (y en los primeros años del XX), se produce una búsqueda de lo sagrado que atañe a la Naturaleza, que incluye a la mujer, y que acude al Mal como refugio último de lo trascendente. De esa postrer requisitoria emerge La sibila de Anglada Camarasa, orlada por el misterio de lo sexual, a falta de un mayor misterio. Y será Freud, como sabemos, quien oficie el nuevo culto en la catedral a oscuras de lo inconsciente.

Un año después, la Gran Guerra vendría a desordenar el vasto desorden del mundo. Y de esta sibila visionaria y turbia no quedará ya nada. Su próxima reencarnación, cegadas las trincheras, será el materialismo fumador y pálido de la femme fatale.

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