Pasó el 28 de febrero. Se acabaron los días de celebraciones, homenajes y reconocimientos de la Administración andaluza a personas y entidades de la tierra y la reivindicación pública del autogobierno en forma de discurso por nuestros dirigentes. Habrá quien piense que todos esos actos son algo banales, pero creo que nunca está de más que lo que tanto costó en su día no debe caer en el olvido, porque la consecución de la autonomía fue una tarea difícil, de reclamación en la calle, una movilización que unió al pueblo andaluz como nunca después se ha visto. Dicen los más nostálgicos que si ese movimiento se hubiera producido en otros territorios, estaría en los libros de historia como algo extraordinario, casi como una gesta heroica que se habría transmitido de generación en generación y que perviviría en la memoria orgullosa del pueblo andaluz.

Que en esos 38 años que han pasado desde aquellos acontecimientos ha habido avances, es algo innegable. La situación, por fortuna, ha cambiado e incluso hemos sido capaces -hace ya diez años y con más pena que gloria por las escasa implicación social en su momento- adaptar nuestro estatuto de autonomía a una nueva realidad. El marco de nuestro autogobierno está ahí, con sus defectos y aciertos, aunque otra cosa muy distintas es la gestión que se ha realizado con esos mimbres legales.

Contábamos el 28-F en este periódico que la educación y la salud hacen saltar las costuras de la Junta de Andalucía y cómo esas dos materias que fueron santo y seña en el traspaso de competencias hace casi cuatro décadas se han convertido en el verdadero quebradero de cabeza de la Junta de Andalucía. Se quiera ver o no, hay un rechazo más o menos generalizado a cómo funciona ambas áreas y, lo que es peor, la sensación de que la solución para calmar esa preocupación está un tanto lejana. Me quedo con una frase de ese análisis informativo en la que se dice que "el descontento social ha sorprendido al Gobierno andaluz". Lo resalto porque, si es así, entonces el problema puede ser mucho más grave todavía. Si nadie en el ámbito de la Junta de Andalucía ni de los partidos ha sabido ver que la sociedad estaba casi al límite, es que algo está fallando.

Porque tan importante como la resolución de los asuntos es la percepción que los ciudadanos tengan de las cosas. Y por mucho que cueste asimilarlo, lo que se transmite en Andalucía -Córdoba incluida- no es sólo incapacidad de gestión, sino que la Administración va un paso por detrás de las demandas de la sociedad y que se actúa más con el ánimo de ir aplacando exigencias que con un programa de actuación serio y proyección a medio o largo plazo. Si a todo eso le unimos que desde las fuerzas políticas de la oposición se realiza un trabajo más o menos correcto de fiscalización y crítica de la acción de gobierno, pero nulo en la aportación de alternativas y propuestas creíbles, se llega a ese clima de hastío y falta de confianza que desde la calle se transmite cada vez con más fuerza. Aunque parezca un tópico, hay que recuperar sensaciones. No queda otra.

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