Querido don Enrique Castro Quini: mi primer recuerdo tuyo tiene que ver con aquel día en el que de niño conseguí tu más que ansiado cromo de La Liga -dificilísimo de conseguir- cambiándoselo a mi amigo Luis por otros 25. Los cromos de los mejores, como tú, escaseaban y hacerme con el tuyo fue entonces para mí casi como si mi equipo, el Atleti, hubiera conseguido esa Copa de Europa que, con apenas cinco años, sufrí en el alma cuando se nos escapó contra aquel Bayern de Múnich que era prácticamente la selección de Alemania Federal. Bueno, estoy exagerando algo, pero es que tu cromo valía esos otros 25 y muchísimos más que me hubiera pedido Luis, porque, para mí, todo un chiquillo, eras un ejemplo a seguir en el campo de juego en esa época en la que el fútbol era un deporte con mayúsculas al que aún no había prostituido el dinero, una época en la que el fútbol era sentimiento puro y no tanto marketing y mentira. Aquellos recuerdos tuyos de mi niñez son como aquellas pequeñas cosas, que canta el maestro Serrat, que nos dejó ese inolvidable tiempo de rosas en el corazón y que no consiguieron matar ni tiempo ni ausencia.

Yo jugaba en aquellos mis equipos de 9 como tú e intentaba imitar tu señorío en el campo, respondiendo como hacías tú con la otra mejilla a las inmisericordes patadas de los defensas, con un buen gesto a los insultos del contrario, e incluso tenía la gran ilusión de que tú -a quien quería parecerme como ser humano dentro del terreno de juego- y mi gran ídolo futbolístico -a quien quería parecerme jugando- el grandísimo Bernd Schuster, tu compañero en el Barcelona, acabarais formando tarde o temprano parte de la plantilla de mi Atleti de Madrid. He de confesarte que, aunque mi corazón es colchonero, uno de los pósters que tenía colgado en mi cuarto de adolescente era una fotografía en la que te abrazabas a Schuster tras conseguir con el equipo culé uno de esos goles que te valió uno de tus siete pichichis como máximo anotador de La Liga. Mirándolo, soñaba con que, como al Barcelona, pudieras hacer a mi equipo mucho más grande. Y, mientras lo esperaba, sufrí cuando te secuestraron. Le preguntaba a mi padre, que entonces vendía periódicos, día tras día qué noticias había sobre ti, esperando un final feliz. Y lo sentí mucho cuando tu hermano, ese grandísimo portero del Sporting llamado futbolísticamente Castro a secas, perdió la vida tras salvar a dos personas de morir ahogadas en la playa. Qué gran obra la de tu hermano Jesús, que demostró con ese gesto que eso de ser buenas personas lo lleváis la familia Castro en los genes, como demostraste también tú cuando perdonaste a tus secuestradores, y como dejan patente los miles de mensajes de homenaje que he leído en las últimas horas dedicados a ti en las redes, incluso de alguien tan grande como fue tu excompañero Maradona. Insisto en que ojalá me pudiera parecer sólo un poco a ti.

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