Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre / Azaustre@yahoo.es

Programas de testimonio

QUIZÁ, lo que sucede, es que básicamente la gente está muy sola. Quizá, lo que acontece, es que suele ser a media tarde cuando esa soledad se hace corpórea, porque es a media tarde cuando sabes que nadie va a llegar a casa ya. Es una posible explicación, pero no es la única al éxito voraz, continuado, de los programas llamados de testimonio: una exhibición del dolor íntimo, de la miserable intimidad, de lo más emotivo de nosotros echado así a los perros de la audiencia como carnaza múltiple, manoseada y grasienta. El efecto vital puede ser sedante algunas veces, porque nada hay que consuele tanto de las tragedias propias como el dolor ajeno. Es interesante comprobar cómo los guionistas mezclan el dramón con el humor, porque hay tristezas cómicas también, de manera que uno puede terminar la tarde ancha desmenuzando la desazón ajena, triturándola y partiéndola no sólo de piedad, sino también de risa, mientras el cúmulo de inmundicia ética, intelectual y humana se esparce sin reparo por un café por fin sanguinolento, hecho de sudores y amargura, pero también de sueños de tosco desvarío.

El asunto, en las últimas semanas, ha sido debatir el efecto mortal de estos programas en los casos concretos de las mujeres asesinadas, mujeres que ya habían sido agredidas brutalmente, como tantas otras víctimas silentes del terror macabro y hogareño. En efecto, un programa puede ser mortal, como también una película, un cuadro o un poema, pero sólo en la mente perversa y radical del asesino en ciernes. La verdadera mortalidad de esos programas viene a ser, precisamente, mucho más interior, mucho más larvada y más menuda, más invisible casi, pero exacta. Bajo la falacia de que todo es tan fácil como cambiar el canal de televisión, se ofrecen los productos de consumo masivo y lacerante que hacen un comercio ilimitado de la miseria humana, de la pobreza y de la estupidez. Nunca verán, en los programas de testimonio, acudir a empresarios o abogados, a médicos o profesores de universidad, a periodistas o creadores, a deportistas o veterinarios, sino a una pobre gente que se exprime, de la que se puede sonsacar la carcajada pública porque la mayoría apenas sabe articular palabras, hablar con eficacia el castellano. Total, que el clasismo no sólo es económico, sino también intelectual. Llevan a esa gente miserable, de vida miserable y de expectativas miserables, a exhibir la inmundicia de sus vidas para que la gente aplauda en casa, se ría o se desespere o se emocione. Es un circo por cable. Quizá, lo que sucede, es que básicamente la gente está muy sola, pero especialmente la que acude.

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