España trituró a Italia con Isco Alarcón en plan Curro Romero. David Villa se llevó por su parte una ovación gigante, de esas que acompañan a un tipo de bien hasta la tumba. Con Gerard Piqué, por contra, hubo división, con gente en el Bernabéu que le silbaba, como ya es costumbre, y gente que, por reacción ante el despropósito, le aplaudía e incluso coreaba su nombre. Porque, por triste que resulte, hoy parece que los silbidos al central del Barcelona son inevitables. Pudieron haberse evitado, eso sí, años atrás y muchos son los que podrían haber tomado decisiones distintas para que esto no hubiese llegado al punto en el que está. El propio Pique desde luego, pues difícil resulta igualar su capacidad para meterse en charcos, futbolísticos y políticos -esto en el fondo es política- sin mano izquierda, con tacto escaso. Su equipo, el Barcelona, también podría haber hecho lo suyo, como mínimo tratar de impedir que su afición silbase el himno español en las finales de Copa y de no caer en el error de convertirse en ariete propagandístico del independentismo más arrogante y supremacista, el de Pep, Rufián y Puigdemont. Pero no sólo en Cataluña están los culpables, faltaría, porque detrás de los pitidos a Piqué, que en el fondo no son sino un símbolo de algo mayor, se encuentra el gravísimo error que el PP y el PSOE han cometido durante años. El error original de no etenderse en lo esencial y dejarse así caer, en los momentos de debilidad y ausencia de absolutas, en las manos de unos nacionalistas que iban preparando el camino mientras chantajeaban a modo. Felipe y Aznar fueron los culpables, aunque también erró Suárez, que a Pujol, en plena Transición, convirtió en personaje esencial. Luego vino también Zapatero, que mostró su nivelón con la gestión del Estatuto, y finalmente Rajoy, que ahí está: esperando que el problema se resuelva solo. Muchas acciones por tanto erradas, acciones grandes, presidenciales, y acciones pequeñas, de ególatras o radicales con poca mollera, pero que dan pie a pensar que ya hemos pasado el Rubicón, que no existe a estas alturas un lugar para volver. La división está en nosotros porque unos la fomentaron y otros la consintieron. Y si ahora cabe alguna vía de escape a todo esto está en los silenciosos, en los que no pitaban a Pique el sábado en el Bernabéu y en los que en la manifestación de Barcelona no agitaban esteladas y sonreían indecentes. En los que aún no han caído en la estrategia consabida de mirar por su culo, creerse mejores o cagarse en la ley. La mayoría silenciosa que no fue invitada a la cena pero que, como siempre, acabará pagando los bogavantes, los pitos y seguro que también las urnas y las flautas.

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