EL paro decidido por las patronales minoritarias del sector del transporte por carretera ha causado ya una zozobra social considerable y empieza a provocar problemas de abastecimiento de algunas materias primas y productos indispensables para la vida cotidiana de millones de españoles. Las negociaciones entre los representantes de los empresarios convocantes y del Gobierno de la nación no avanzan lo suficiente a pesar de la oferta de ventajas económicas y fiscales planteada por el Ejecutivo, que se ve jurídicamente imposibilitado para acceder a las demandas maximalistas de los huelguistas: las tarifas mínimas y la reducción de la fiscalidad de los combustibles. Mientras tanto, los transportistas han perdido por completo la posible simpatía de los ciudadanos hacia su causa reivindicativa, precisamente por su actuación levantisca y coactiva. Es sencillo de comprender: los transportistas en paro han tomado como rehenes a millones de españoles, a los que se impide por la fuerza ejercer derechos tan elementales como el de circular libremente, desplazarse a sus lugares de trabajo u ocio, llevar a sus hijos a la escuela o adquirir los alimentos que necesitan para el sostenimiento de sus familias. Hay un clamor generalizado contra los camioneros que colapsan las entradas y salidas de las ciudades, impiden la llegada de mercancías a los establecimientos comerciales y paralizan el tráfico normal en puertos y fronteras. Los transportistas tienen derecho a la huelga, naturalmente, pero no a violentar a sus muchos colegas profesionales que no quieren sumarse a ella ni a los ciudadanos que son ajenos al conflicto, pero pagan en primera persona sus consecuencias más nefastas. Coartar la libertad de las personas es impropio de un comportamiento democrático, y es lo que vienen haciendo numerosos piquetes falsamente informativos que están actuando en estos días de conflicto. Lo lamentable es que las autoridades se están revelando incapaces de garantizar la libertad y la seguridad de la inmensa mayoría ajena a la huelga.

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