Vista aérea

Alejandro Ibañez Castro

¡Oído cocina!

ESTO del poco "riguroso directo" quincenal de la prensa escrita impide, en cierta manera, estar en el asunto en su puritita actualidad, pero bueno, el tema traía cola y la seguirá trayendo, espero. Yo quería sumarme de alguna manera a todos aquellos que, bajo ningún concepto, estamos dispuestos a hacer colas de años esperando a que el gran mediático de la cocina nos sorprenda con algo parecido a la deposición de una paloma, algo desconstruida y debidamente gaseada y luego, encima, siga riéndose de todos nosotros. No tendré el gusto, lo siento, pero ni mis lábiles creencias me permiten semejante acción.

En defensa de Santi Santamaría, si fuera posible hoy día romper una lanza por alguien pues todos tenemos nuestro muerto en el armario, o de lo que pretende defender, la cocina tradicional, si debemos salir. De hecho llevo mucho tiempo criticando la comida de dudoso diseño en plato desmesurado o copa inverosímil. Lo de las presentaciones en copas o vasos ya debía ser delito, más que nada por la imposibilidad de mojar una sopilla siquiera en esas texturas poco duras de callos de jabalí a los aromas del sotobosque mediterráneo. Lo único positivo de todo este follón mediático que se ha montado, sobre todo después de descubrirse que Santi también lo hacía, aunque lo está dejando, promociones librescas a un lado, es que parece que el snobismo cocineril ha entrado un poco en crisis y si antes algunos ya dudábamos que esas cosas que hacen era cocinar ahora se lo pensaran dos veces antes de hacer cola para pagar un montón de euros por comer y, por tanto, ni siquiera poder deponer. Ya pueden ir quitando, como decía los otros días Manuel Vicent, los cartelitos de "prohibido venir con hambre". La burbuja de cocineros, como los ciclos económicos, también tenía que estallar.

No entramos en el uso de determinadas sustancias o aditivos que, como casi todos los venenos y en pequeñas dosis, no matan del todo. Lo que no parece de uso legal es que los conductores de estos nuevos comedores tecnoemocionales hayan querido cargarse las casas de comida tradicional alegando su más alto nivel cultural, fruto de la investigación dicen y que todo aquel que no sepa apreciar un cocido deconstruido es poco más que un gañan, con perdón de los gañanes, que siempre se han alimentado más que dignamente.

El caso es que la polémica protagonizada por dos señores, prescindibles totalmente, a causa de su envidia irremediable (quítate tú que me ponga yo), ha hecho mucho daño a uno de los productos culturales más importantes con los que cuenta esta España nuestra: la Gastronomía. Habrá que arreglarlo como sea y que el tiempo ponga a cada uno en su sitio. La propuesta de que las cartas de los restaurantes se conviertan en libros de instrucciones de alimentos y otros aditivos no parece mala y entre otros beneficiados tendremos a las imprentas. Lo que ya sigue siendo como recochineo y de poco recibo es que a esta propuesta el mediático Adriá siga pensando de todos nosotros que somos unos burros incultos (para los que no se hizo la miel) y que cuando se ponga en la carta que determinado plato lleva cloruro sódico -sal para los entendidos- se cree una cierta alarma social, ya que no todo el mundo puede entender los nombres científicos. Esto sí toca ya algo más que las fibras sensibles porque suena a esa nefasta creencia de que la mayoría no tiene por qué tener razón.

Confiemos en que el daño realizado a nuestra cultura gastronómica no sea un golpe de fondo muy grave y que la mala racha sólo se lleve por delante a los cuatro impresentables de turno y a toda su corte de seguidores snobistas. Ya bastante perjuicio hacen los malos camareros, digna profesión para la que no todo el mundo sirve, pues la imagen que un visitante se lleva de un lugar es la que da el camarero.

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