Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Manuel Marín

MANUEL Marín tiene un perfil agreste, medieval, un mentón extremeño con la barba afilada contra el frío, esculpida en la estepa sobre la marcha áspera. No es áspera la marcha de Manuel Marín de su presidencia del Congreso de los Diputados, porque ha sido él mismo, después de toda una vida dedicada a la política europea, quien ha decidido abandonar para dedicarse ahora a la vida, extensa y libre. Durante los últimos casi cuatro años nos hemos acostumbrado a este equilibrio fuerte de Marín, a esta contención, en uno de los períodos más convulsos de nuestra democracia. Manuel Marín, con este temple adusto, quizá caballeresco, pero caballeresco en plan lugarteniente del Cid en el destierro, ha sabido guiar una legislatura que muchos pretendían acortar. La táctica era, en fin, reventar el Gobierno socialista, el Gobierno de España, como dicen ahora hasta el hartazgo, para forzar unas elecciones anticipadas. La táctica, una estrategia bruta y sin ingenio, consistía en propiciar el estado de excepción político, la moción de censura o la censura directa de un programa de gobierno que apenas levantaba el vuelo suave. La consistencia de Manuel Marín, puesta de manifiesto en sus acciones como presidente de la Cámara, ha dado una lección de dignidad; y eso, en estos tiempos de interesado, peligroso y continuo desprestigio del oficio político, es una alegría silenciosa, una honestidad escueta y pública, una bocanada de rigor.

Marín, en el fondo, es el hombre que siempre estuvo ahí: desde las primeras elecciones democráticas hasta las más recientes, que constituyeron quizá el doctorado de nuestra madurez parlamentaria. Sin embargo, este período tenso ha estado enquistado, apelmazado, torpedeado también, boicoteado, por una turbamulta infatigable en la erosión continua del sistema, de las instituciones y el respeto. Manuel Marín, que es el hombre que siempre estuvo ahí, como el lugarteniente del Cid en las puertas rendidas de Valencia, ha sido consciente en cada pleno de la imagen acanallada, patibularia y penosa que ciertos diputados han dado en el Congreso. Cuando expulsó a Martínez Pujalte por su presencia de hooligan, de saboteador de las sesiones, todo el mundo se echó encima de Marín sin pararse a pensar que, en realidad, mucho había tardado el presidente en expulsar del pleno al diputado. El mensaje de Marín es que las instituciones, y su funcionamiento libre, engrasado y continuo, no es algo que se pueda erosionar sólo para primar las intenciones. Que no todo vale, ni en el hemiciclo ni fuera de él, con tal de machacar al adversario, si lo que se destruye, se quiebra y se desgasta es la convivencia democrática, que no siempre soporta los embistes del cornalón hispánico.

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